martes, 9 de octubre de 2012

Crónica de cafetería II

Los franceses son complicados con los números. Si quieres decir, por ejemplo, ochenta y cinco, debes decir quatre vingt cinq, es decir, algo así como cuatro veinticinco. Para el noventa es todavía peor. Noventa y cinco sería quatre vingt quinze, osease, cuatro veinti-quince.

Sin embargo es esa complicación la que le da cierta gracia al francés. Ya sabes, esa sonoridad que lo convierte en un idioma para cantar canciones de amor. Lo que hace que, incluso si balbucease números al azar, para quien no entendiese el idioma sonaría como un trovador gritándole a una tormenta. Supongo que maldeciré o guardaré por ahí todas esas cuestiones antes o durante el examen. 

Mientras tanto, en la cafetería...

Dos señoras... no, tres señoras (una tapa a la de enfrente) conversan delante de mí. Creía que la que veo a mi derecha estaba bebiendo un extraño líquido negro, pero sólo es agua, que transparenta el color negro de la chaqueta de la señora, situada inmediatamente detrás.

Tras ellas están los chinos. Igual no son de China, pero esa generalización se usa incluso en la universidad. Son entrañables, se ponen nombres españoles, se disfrazan con ellos pues sus auténticos nombres son impronunciables. 

Hace media hora que me terminé el cortado. Me gustan los restos de café, resecos en los bordes, y las pizcas de azúcar al fondo. ¿Quién inventaría que ahí se puede ver el futuro? Es una genial idea. Ojalá a mí se me ocurriera una chorrada así. Puede que por debajo, en la base de la taza, donde nadie mira nunca, se vea el pasado.

En fin, odio describir nimiedades sin avanzar en ninguna trama, no quiere parecerme a uno de esos bohemios franceses (de vuelta al francés) que llevan cien años muertos, así que me marcho a clase.

Les informó Sófocles Satanislavski, siga sintonizando esta línea temporal. 

Y recuerde, no tomo prisioneros. Hoy, de hecho, los libero a todos. 

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