lunes, 1 de abril de 2013

Viaje a Babel





 
El crío huye del ciempiés en las cloacas. Entre el goteo de los residuos verdes y las ratas suplicando por tabaco, era imposible oír las pisadas. Aunque fuesen cien distintas... ¿Y si fuesen cien hombres los que le seguían, y no un ciempiés? No, debía de ser el ciempiés, había oído hablar de él. Los grafitis en los callejones, los susurros en el patio de recreo, los brutales homicidios. Sí, era el ciempiés. Incluso en la dimensión Z era peligroso, por eso había acabado aquí dentro, y ahora campaba a sus anchas por la ciudad. Y después de tanta historia, iba a por quien tenía verdadera importancia: el crío. Los críos no paran de sufrir, joder, pobres enanos bastardos, la ciudad no los trata demasiado bien. 

Lo último que el chico vio en la superficie fue al anciano desintegrándose, en medio de ondas de sonido que lo deshacían. Mientras se iba quedando en nada, gritaba "¡corre, pequeño, corre!" El anciano, ahora convertido en polvo, hizo lo que pudo por salvar al muchacho. Sería un viejo verde, ciego de tanto cascársela, y aquejado de más enfermedades de las que realmente existen, pero supo cuidar del chaval. Ahora, el ciempiés lo perseguía debajo de la ciudad, bebiendo el agua contaminada para hacerse más fuerte. Tenía que absorber toda la contaminación y la demencia para hacerse tangible. No podía aparecer aquí, en la ciudad, si no hubiese gente que pensase que era posible la existencia de una cosa como el ciempiés, que ahora se enredaba entre la suciedad y la peste de las cloacas, sin tocar el suelo levitaba formando espirales en el aire húmedo y malsano de allí abajo. Tiempo atrás, una cosa como esa no hubiese tenido poder para irrumpir en la ciudad, pero ahora se veían obligados a creer en cualquier cosa. 

Ahora, con todos los misterios de la Tierra al descubierto (el origen de todo, la vida en otros planetas, el secreto de la inmortalidad), en la ciudad nos veíamos obligados a creer en cosas extrañas para crear nuevos misterios y mantener vivo al planeta. Pronto, al funcionar a pleno rendimiento, la ciudad se llenó de más casos extraños de los que podían resolverse. Fue esa sobrecarga lo que hizo que cualquier situación o criatura que fuese posible en la mente de cualquiera pudiese cobrar vida. Y ahí entró en escena el ciempiés, saltando a nuestro mundo como si nada. 

El chico, con los ojos llorosos, se escondía en los rincones oscuros. Pero el ciempiés lo veía todo. Esos ojos... Nada escapaba. Nada ni nadie. Intimidaba al chaval gritando obscenidades, con su voz rebotando contra las paredes. Su voz chillona era capaz de rebanar gargantas. Tocaba con los dedos largos y huesudos las paredes. Podía oler a kilómetros, ya tenía la partida ganada. Aun en la oscuridad. Aun en un laberinto en las cloacas. Estiró su brazo y... allí estaba, el cuello del chico. Esta noche mearás sangre, pequeño bastardo

Arriba, en la ciudad, la gente estaba inquieta. En una cabina telefónica, un hombre desnudo le lloraba a su mujer. Una anciana molía a palos a un chico que le había intentado robar las ruedas del coche. Los críos no paran de sufrir en la ciudad. Y en un bar, la gente miraba el televisor, bebía, se peleaba, hacía ruido en el baño. Un ejecutivo se follaba a una mujer insecto allí dentro. Ella se adaptaba a las condiciones incómodas del lavabo (los insectos habían sido un pueblo muy sufrido) y a toda velocidad despachaba al ejecutivo. La corbata, lo único que le quedaba puesto, se ladeaba de un lado a otro. Ella, casi imposible de ver con claridad, le hacía toda clase de cosas. Hasta sangrar. Lo hacían tan duro que la sangre estaba empapando el suelo, mezclándose con la orina, mezclándose con otra sangre que había caído allí antes. El ejecutivo sonreía al recordar el eslogan de la casa de prostitutas: si le hacemos sangrar, le abonamos la mitad del dinero.

En el bloque de pisos que hacía equilibrio sobre el bar, una familia cenaba en silencio. La penumbra de las velas y el Jesucristo insecto lo presidían todo. Las dos madres contemplaban orgullosas a sus criaturas. Una, con los tres años recién cumplidos, rebosaba salud, la otra, camino de la universidad, era fuerte y jovial. Una madre agarraba a la otra el muslo por debajo de la mesa. Frotaba la pierna con pasión. La otra madre miraba y sonreía. Con el pijama puesto y los niños acostados, las dos madres se abrazaban con cariño. En la gramola sonaba I don´t want to set the world on fire. Se sentían con suerte de tenerse la una a la otra. Sus antenas se enredaban y lloraban de felicidad. 

En el cuartel de policía era una noche extrañamente tranquila. Serena dentro de toda la rareza que inundaba la ciudad. Cada noche solía presentarse algún ratón homicida, algún crimen pasional entre árboles, algún contrabandista transexual, con cristal y maría en los senos. Una nueva droga azotaba los bajos fondos, la llamaban el espíritu del crimen. Si uno la tomaba no podía evitar delinquir. Pero, ya de entrada, tomar droga era ilegal. ¿No sería una orden subconsciente el cometer un delito bajo los efectos de esa droga? Decían que uno hacía un viaje hacia el corazón del crimen cuando se la inyectaba (siempre había que hacerlo en el centro del ombligo). Viajabas a un lugar etéreo donde podías ver a todos los criminales de la historia. Billy el niño. John Dillinger. Ted Bundy. El asesino láser de la dimensión fantasma. Bl'ot Z-Nozz, el violador de cerebros neptuniano. Todos estaban allí, aplaudiendo, furiosos, obligándote a cometer un crimen. Tiempo después se descubrió que aquella droga, el espíritu del crimen, no era real: era una alucinación, un efecto secundario de otra droga más potente: la sangre de lagarto. Drogas tan alucinógenas y evasivas que creaban otras drogas. Puede que la tranquilidad del cuartel de policía fuese un efecto secundario de algo. El cuerpo de policía había tenido en cuenta esa posibilidad, pero no les importaba: esa era la noche tranquila que se merecían. Unos leían el periódico, otros jugaban al ajedrez, otros charlaban por teléfono con sus parejas. La noche tranquila que no podía interrumpir ni siquiera un trueno sobre el mismo cuartel.

Y en las calles, la gente caminaba, sobre las ruinas del metro, sobre las alcantarillas, haciendo su vida nocturna. Cruzándose unas veces, ignorándose otras. El aire de la noche era para todos por igual: para humanos, insectos, fantasmas, estaba allí para cualquiera. Emigrantes de lugares lejanos venían a disfrutar del aire nocturno. En la ciudad todo valía. Y debajo, en las cloacas, el ciempiés había agarrado a alguien. Tenía un cuello a punto de ser quebrado entre sus manos, sus fauces chorreaban sobre la cabeza del prójimo, su cuerpo espiral flotaba en el ambiente cargado del mundo de abajo. Imposible, se decía. ¡Este no es el crío! En sus manos tenía el cuerpo del enmascarado, ferviente defensor de la ciudad, comprometido con mantener vivo el misterio. Ladrón y criminal de día, hombre tranquilo de noche, el enmascarado se la había jugado al ciempiés: mediante una ilusión, le había hecho creer que debía perseguir a un muchacho inexistente, por una necesidad desconocida. Y mediante esa artimaña, desprestigiando las capacidades del gigantesco insecto, el enmascarado había conseguido, mediante su último sacrificio, doblegar al ciempiés. 

Pero esa no era en absoluto la última noche, no. La ciudad aguarda al amanecer, y un coro de niños canta. La rareza intenta esconderse a la luz del día, sin éxito. Bajo el suelo, y en las fachadas de los edificios, y en los patios de recreo, se esconde algo. Siempre se esconde algo.