martes, 19 de noviembre de 2013

Inmortus


Algo terrible ha ocurrido: un niño ha muerto, en un pequeño campo de fútbol, mientras entrenaba con sus compañeros, de una forma terriblemente insólita: una flecha lo ha atravesado; una flecha fina, blanca, que no era de madera, de metal o de plástico, más bien sacada del hueso de algún animal o persona, ¿cómo ha podido pasar? para resolver tan trágico crimen llegan (unos treinta minutos después del asesinato) los inspectores Ruiz y Gaitán, que verán en el misterio de la muerte del infante el punto de no retorno dentro de sus carreras, plagadas ambas de horrores y agobios, y que les llevará, en menos de una semana de noches sin dormir, al conjunto abandono de sus puestos de trabajo, aunque aún no lo supieran: no, en el momento en que llegan al pequeño campo comienzan a hacer preguntas rutinarias, que van de lo general a lo concreto, ¿había alguien en las gradas? no, estaban completamente desiertas, ¿alguien tenía razones para matar a ese niño? ¡imposible, sólo tenía diez años! ¿qué pasaba con el padre o la madre? su padre se estaba dirigiendo en ese momento a la escena del crimen, conduciendo con lágrimas en los ojos, hace tiempo había tenido algún pequeño roce con el crío: cuando nació le hizo socio de por vida del Real Madrid, pero el niño con el paso del tiempo había pasado a admirar al Barcelona, creando cierta enemistad surgida de esa temprana rebeldía, pero el padre quería a su chico más que a su vida, indudablemente, lo quería más incluso que a su equipo; por otra parte, ¿y la madre? se quedó en casa, en estado de shock al recibir la noticia, a pesar que el shock lo arrastraba de antes: desde que el pequeño nació y su figura y su percepción de la realidad se deformaron sin posibilidad de reajuste, así que de momento ahí estaban plantados Ruiz y Gaitán, ante el infante sin vida tendido en el suelo (había fallecido mientras ellos llegaban a la escena), y les tocaba hacer preguntas incómodas a sus compañeros y a su entrenador, mientras los padres alarmados y curiosos giraban en torno al campo de fútbol, acordonado, gimiendo por sus niños; Ruiz y Gaitán discutían sobre el sentido que tenía hacer un interrogatorio: ¿qué podrían haber visto los críos, ahora traumatizados, o para qué les serviría esbozar la personalidad de un pequeño que había muerto sin motivo aparente? si era difícil que alguien tuviese algo en contra del niño, al menos para matarlo de aquella manera extravagante, poco menos difícil era que lo matasen por sus padres: un obrero y una ama de casa anodinos que no se relacionaban más que con su círculo cerrado de familia y amigos, sin pecados del pasado y sin actos que redimir, solo un gris que se tornaba negro, y  un negro que se tornaba en un rojo oscuro que a su vez se mezclaba con el azul y granate de la camiseta del pequeño, que ahora alumbraban los focos por culpa del anochecer, mientras Ruiz y Gaitán se rompían la cabeza y el padre no llegaba, y la madre, en una línea paralela de acontecimientos, se metía en la bañera con la tostadora (sin saber que esa forma de suicidio solo ocurre en las películas, pues en la gris realidad simplemente saltaron los plomos y la pobre infeliz se veía a oscuras y desnuda sobre el agua helada y la porcelana), y los inspectores, ahora rodeados de toda clase de expertos de la policía, intentaban descifrar el ángulo desde el que pudo ser lanzada la flecha, cosa casi imposible pues ésta había sido extraída en cuanto impactó en el cuerpo del pequeño (irónicamente lo que hizo que se desangrase más rápido y muriese), y ahora tenían un arma del delito manoseada, y además partida, a causa de su fragilidad, lo que lleva a otra cuestión: ¿cómo pudo ser lanzado con tanta fuerza y desde tanta distancia algo tan frágil? estaba claro que nadie había disparado desde las gradas, y el proyectil no era adecuado para ser lanzado desde un arco, por lo tanto ¿quién se había tomado la molestia de hacer algo tan sofisticado para matar a ese crío anónimo? ¡y sin dejar huella a pesar de tantos testigos! Ruiz le preguntaba a Gaitán por qué la gente hace éstas cosas, Gaitán le contesta que el ser humano está loco, sobretodo el ser humano madrileño, una variante aún más sádica; Ruiz, tosiendo, le dice que cogerá una pulmonía, que ya está viejo, que siga sin él, Gaitán le anima a seguir, mientras su compañero continúa con la tos, cada vez más derrotado, y se encorva y se agarra a las gradas, y dice que ésto es un castigo del más allá, que el niño debió ser Hitler en otra vida y alguien lo sabe y le ha lanzado una flecha desde otra realidad, pero Gaitán lo sostiene, le saca sus delirios de la cabeza, le dice que se han enfrentado a casos más atroces ("recuerda el caso Mingolla", dice), cuando justamente entra en escena el padre, rompiendo el cordón policial como en las películas, agarrando al viejo Gaitán, cuando éste se mira la chaqueta y la encuentra ensangrentada: la sangre de las manos del padre arrepentido, aún fresca, ¡él era el culpable! aunque Ruiz mira detenidamente mientras se acerca: la sangre es del vientre del propio padre, que llegando a la escena ha chocado su coche (aún sin terminar de pagar) contra un poste y se ha clavado violentamente la palanca de cambios en el abdomen, y el monovolumen, a lo lejos, después de arder, se asemeja a una flor pisoteada, mientras el padre, con su camisa (blanca) manchada, cae al lado de su hijo con su camisa (granate, azul y granate) manchada, y los inspectores ven cómo se esfuma el testigo más importante, en sus mentes tiran sus placas al unísono; tienen que pasar tres días, con sus tres noches de insomnio, para que llegue hasta ellos (mediante los periódicos) la solución al crimen: un excéntrico millonario, enfermo terminal de sida, se lanzó desde su avión privado con cinco tipos de explosivos pegados al cuerpo, para despedirse con estilo de la vida, en forma de fuegos artificiales de entrañas y dolor, mientras todos miraran al cielo; aunque no contaba con que un importante partido, retransmitido por todas las teles del país, alejara todas las miradas de las calles, y más aún de los cielos, y el único resultado fue una sonora explosión (que sonó al mismo tiempo que se marcaba un gol) y un trozo de fémur que salió disparado hacia un crío que sostenía entre sus piernas un balón, ¿era ese el fin del caso? aquella explicación de novela barata, aquel deus ex machina de pesadilla, causó el abandono conjunto de los inspectores Ruiz y Gaitán, que sobre la mesa de su superior lanzaban la placa, la pistola reglamentaria, y la pistola del tobillo, alejándose a un sucio bar de Madrid a compartir alcohol y llantos, sin saber que la explicación de los periódicos maquillaba una horrible verdad: una flecha de hueso arrojada a través de un agujero en el tiempo había caído, como un relámpago, sobre la pequeña reencarnación de Hitler, mientras jugaba al fútbol.