martes, 16 de abril de 2013

Mutatis Mutandis


El Circo Místico llega a la ciudad. Alzan la carpa y llenan las calles de carteles, van a estar aquí un par de noches. Los miembros del circo místico son humanos... ya sabes, de los de antes, de los de carne, sin implantes cibernéticos, todo sangre fluyendo aquí y allá y venas que palpitan y piel rosada. A algunos les parece obsceno, pero yo tenía curiosidad, nunca había visto a un humano antiguo de cerca. Y allí estaban: cubiertos de colores, haciendo malabares con fuego, caminando sobre hilos finísimos. No había payasos, no creían en ellos: bufones irreales y exagerados que exaltaban patrones estridentes de la conducta humana. Era asquerosa esa euforia del payaso alegre, contrastada con los colores apagados y la ineptitud del payaso triste. Los payasos eran deformaciones de la realidad, y el Circo Místico buscaba más bien una vía de escape. 

Acudieron a la enorme carpa montones de familias. Allí estaban los padres con sus visores discretos sobre los ojos, las madres de pechos puntiagudos y metálicos, los niños con hileras de dientes de leche y los virus de software de los siete años. Las post-mascotas solían quedarse en casa desenchufadas cuando llegaban estos espectáculos multitudinarios. Y no sólo había familias: cientos de adolescentes con las hormonas burbujeando entre las unidades Livid-o™ de la espina dorsal produciendo humo verde, los capitanes de rollerball del instituto con sus novias y los Yakuza soft-porn que estaban de moda ese año, con chalecos de cuero relucientes y brazos al aire, con sus dragones de neón tatuados, que serpenteaban entre los hombros, los antebrazos y las muñecas. Por el contrario, a todas las ciber-lolitas y adolescentes sintéticos se les negaba el paso a estos espectáculos familiares, al igual que a los mutantes, los adaptoides y los  androides trans, más por intervención de las autoridades de la zona que del Circo Místico en sí. 

El asunto inquietante que la gente dejaba pasar de largo eran los policías. Las tribus de policía rondaban la zona, sin hacerse notar, sin saquear apenas nada, sin cobrar. Algo podría ocurrir esa noche. Algo inquietante para que las tribus de policía no se hicieran notar. El deber debía de llamarles muy fuerte. Mis conjeturas se fueron cuando comenzó el espectáculo. Luces y colores a la antigua usanza... Un hombre anunciaba a sus fenómenos con una voz teatral. Todos humanos puros, incluso los animales estaban libres, casi todos, de actualizaciones informáticas. Todos tenían la carne rosada, y uñas, y pezones. La medicina moderna no había llegado a ellos, y muchos mostraban enfermedades extrañas y viejas. Dos hermanas siamesas, bellísimas, dejaban al descubierto sus hileras de pechos. Cuando cantaban, sus voces armonizaban enredándose en el aire. Un forzudo, lleno de venas a punto de estallar, levantaba dos vacas a la vez. Los grandes perros blancos pasaban por círculos de fuego a una velocidad infernal. El jefe de pista bailaba alegre, en el centro. Una joven lo veía todo detrás de las jaulas, las cortinas, el humo. Más tarde la vi subida en lo alto, saltando entre hilos de colores que desde abajo apenas veíamos. Era increíble. 

Cuando acabó el espectáculo, salí a hablar con el reparto, con la excusa de que estaba escribiendo un artículo. Eran todos alegres y extraños, poco habladores, de sonrisas alargadas. Las siamesas me invitaron a su camerino, pero la joven de los hilos captó mi atención. Fui hacia ella, le dije que era fantástica, pero no dijo ni una palabra. Me hizo un gesto para que la siguiera. Alejándonos de la multitud, recorriendo la hierba artificial bajo la luz de la luna de la ciudad, con la humedad de los aspersores, con los árboles-pájaro cantando su melodía, llegamos a su caravana. Y ahí... sacó al bebe. Un pequeño de piel azul, plagado de ojos. Ojos en la frente, en los brazos, en las puntas de los dedos. Pequeño, suave y feliz. No era humano puro como los del circo, ella debió haberlo tenido con algún cibernético. Los del Circo Místico se lo habrían perdonado, supuse. Debieron ver al pequeño, todo ojos, en los brazos de su madre y se les ablandó el corazón. Ese niño, como un mesías marciano, durmiendo en los brazos de su madre, con sus orejas puntiagudas y sus ojos pequeños y blancos, el bebé sobre la menuda elfa del bosque. 

El forzudo vino a recoger al bebé. Le cabía en la palma de la mano. Era tan pequeño. Y la joven de los hilos y yo tuvimos toda la noche por delante para nosotros. Aún después de ver la poca humanidad que me quedaba, con mis implantes brillando en la oscuridad de su caravana, me aceptó. Aceptó mis tubos negros, mis engranajes en los brazos, mi sistema sexual hidráulico, los agujeros de mi cuello que expulsaban el alquitrán de mis pulmones convertido en aire puro.  Un par de ojos medio humanos, lo poco que me quedaba, la miraban a ella desnuda en la noche. A estos ojos aún con venas rojizas y las pupilas sin operaciones láser no se les puede engañar. No importaba el vacío alrededor de ellos. A unos ojos genuinamente humanos no se les engaña. Y ahí estaba, tendida en la cama...

...cuando la tribu de policía le descerrajó un tiro en la frente. Un hilo de sangre bajaba sorteando sus ojos cerrados. Parecía dormida. La ilusión de que dormía profundamente quedó rota cuando vi restos del cerebro en la pared. ¿Para qué un cerebro tan humano? En su especie era muerte instantánea. Nada de regeneraciones ni de cerebros secundarios. Sólo un frío hilo de sangre entre los ojos y sesos en la pared. La chica que caminaba sobre los hilos... ahora la vida se le escapaba entre el hilo sangriento que ya recorría la mejilla hasta llegar al cuello. Y después... nada. 

Apenas pude ver a los miembros del Circo Místico afligidos y derrotados. Se fueron en cuestión de minutos, sin hacer ruido, para no dejar sin función a la siguiente ciudad. Caminaban al amanecer sobre la hierba sintética y bajo las aves eléctricas. La caravana se perdía en el horizonte. La mayoría de las fuentes coincidieron en que la tribu de policía quería al crío. El bebé de los ojos. Se cargaron a la madre y luego hicieron falta diez para machacar al forzudo. Yacía con la cabeza aplastada y un ojo sobresaliente mirando al cielo. "Hice lo que pude", parecía decir su expresión. El bebé era la séptima reencarnación de un neuro-buda, un Dalai Lama de la nueva era retransmitido en forma de virus. El bebé con carne cibernética y humana, era un caldo de cultivo perfecto para el nuevo neuro-buda. Sus habilidades eran una ventaja para la tribu de policía, dicen que un crío con ese poder es como otra bomba atómica, una fuerza capaz de unir a todas las tribus de policía del país. 

Sin embargo, eso fue hace muchos años y hoy en día no se sabe nada de ningún chico con esa mutación. Espero el momento de encontrarle y hablar con él. Decirle a esa bomba atómica que una vez no ocupó más que la palma de una mano. Le hablaría de su madre. Le contaría tantas cosas... Pero es algo ilusorio. Hoy, después de tantos años, sólo quedan líneas de sangre y sesos en la pared para un viejo oxidado.