martes, 10 de septiembre de 2013

Damian Wayne


La gente suele quejarse de todo tipo de mierdas. Los que pierden el móvil o suspenden un examen o les grita su jefe no saben lo que es la mala suerte. La verdadera mala suerte sería tener el maldito cuerpo lleno de tumores, como ese tipo que vi en la tele, cuyo pelo grasiento no podía caer tranquilamente sin toparse con una hilera de protuberancias apestosas; o ver a tus seres queridos devorados por una jirafa. Joder, esos putos bichos ni siquiera comen carne, imagínate si sería mala suerte. Paso el día pensando esas cosas, sintiendo gratitud por mi existencia. En lugar de respirar en una bolsa de cartón o ir al psicólogo, me palpo la nuca y suspiro aliviado al no notar ninguna malformación o alguna cabeza secundaria o cosas así. Me puedo pasar horas en el Retiro, frente al Ángel Caído. Ese cabrón sí que tenía pinta de haberlo pasado realmente mal. 

Hace poco desapareció un conocido. Lo conocía de vista, era camarero en la cafetería de al lado de mi trabajo. Era eficiente, siempre preguntaba cómo querías la leche del café, siempre tenía cambio, y tenía la amabilidad de acercarse a arreglar la puta máquina de tabaco cuando dejaba de funcionar, que era varias veces a la semana. Era un tipo grueso y con el pelo hacia atrás, de aspecto cansado. Cerraba a la hora que yo salía del trabajo, a veces lo veía marcharse, con una chaqueta y una camisa debajo. Parecía fuera de lugar en esos instantes, sin su uniforme y su cambio en los bolsillos. Ajeno a mi universo cotidiano. Deseé que se hubiese ido lejos y que estuviese viviendo la vida por ahí, con los bolsillos llenos de los billetes de cincuenta que le cambiaba todas las semanas. 

Poco después de la noticia de la desaparición dejé de darle vueltas al tema. Pasó algo que no tenía nada que ver pero que luego consideré un hecho paralelo, aunque no lo fuera en absoluto. En una de las visitas al pueblo entré con los pocos amigos que seguían en pie al único pub decente que había por allí. Era sábado y serían como las cuatro de la mañana o así. Estaba casi vacío, pero algunos aguantaban estoicamente. Sentado en la barra, en un festival de tonos azules y naranjas, había un familiar mío. Un primo segundo o algo así, parentescos lejanos del pueblo que nunca recuerdas del todo. Le saludé y pedí una canción de Placebo. Momentos después me acerqué a él, estaba algo bebido.

Entablamos una conversación trivial y le pregunté qué tal se le había dado la noche. Hacía unas horas que había vuelto de un pueblo de por allí, de la misma comarca, que quedaba a una media hora. "Sinara", me parece que se llamaba. Era un nombre bien extraño. Igual lo pronunció mal. Decía que Sinara era maravilloso y que se había ido a beber al lado de las cúpulas malvas, donde van siempre todas las tías. Que Sinara es pequeño pero te recibe con los brazos abiertos, que Sinara lo lleva en el corazón. Nunca lo había visto tan melancólico. Normalmente solo hablábamos de qué tal nos había parecido el último capítulo de Breaking Bad o de si había visto alguna peli coreana buena o cosas así. No paraba de hablar de Sinara. Estaba triste de haber vuelto: todos sus amigos se habían marchado ya de allí y él tuvo que seguirlos porque solo no recordaba que desvío tenía que tomar para volver. Me despedí de él cuando todos se fueron y me dijo que tenía que llevarme a Sinara algún día. No debió acordarse de ello después de la resaca, porque no volvió a mencionarme ese sitio, y tampoco quise preguntarle. 

En esto que meses después me enteré de que el tío de la cafetería había muerto. Se fue a caminar una mañana y le dio un infarto, y debió de caerse por ahí. No quise imaginarme cómo lo encontraron ni cómo debía oler. Me lo imaginé con el uniforme de camarero, no pude evitarlo. El cadáver con ese maldito uniforme puesto. Sonaba ridículo. Preferí que no hubiese aparecido. Suena cruel, terrible, pero durante un tiempo pensé que se fue a ese sitio, a Sinara. A beber y a follar junto a las cúpulas malvas. Desaparecería su rostro cansado de una vez. Pensé si no será a Sinara donde van los que dejan de existir. 

Siempre le he dado vueltas a aquello de "pienso, luego existo". Deduje que, si dejamos de pensar, desaparecemos por unos instantes de la existencia. Iríamos a parar a una especie de cruce de caminos entre la realidad de las cosas. Y a ese punto lo llamo Sinara. Allí es donde va todo lo que deja de existir. Si mueres aquí, vas a Sinara, si mueres en sueños, vas a Sinara, si muere un personaje de novela, o de película, va a Sinara. Un personaje muerto es tan inexistente como un muerto real. Oh, sí, pensarás que el muerto real ha dejado cosas escritas, y grabaciones, y objetos, y fotos tontas en las redes sociales. Pero solo ocurre que el personaje ficticio tiene la ventaja de no dejar unos restos putrefactos bajo el suelo y la mierda. 

Me alegra ver como las cosas aún no están demasiado podridas. Pienso que cuando algo se pudre y se muere, otra cosa vuelve a crecer encima, y seguirá allí hasta que se pudra y crezca de nuevo algo en su lugar, y así siempre. Las cosas no mueren, solo se transforman y cambian de lugar y te pasas la puta vida buscándolas como loco. Si un hombre manco muere, ¿su fantasma es manco? ¿dónde está el maldito brazo? ¿es un fantasma aparte? Cosas así. Son preguntas idiotas que no tienen respuesta, pero que aún así no pueden evitar formularse.

Me pregunto dónde va la gente ficticia cuando muere, y si el legado que deja es igual que el de un tipo real. Me pregunto si hay un paraíso ficticio para ellos y para los peces de colores. A veces quiero gritar, por pura gratitud.