viernes, 12 de julio de 2013

Confesiones




Querida Lois:

Te preguntarás, al leer esto, por qué te escribo una carta, en lugar de subir en la noche a tu azotea y llevarte a volar. Te preguntarás qué hace un hombre de acero escribiendo una vulgar carta. Muchas veces te lo he confesado y no me has creído, nadie lo hizo, es algo imposible y fantástico, pero por última vez te digo la verdad: yo soy Clark Kent. Siempre lo fui. 

Alzabas la vista, mirando al hombre que volaba y sonreía, alto, recto y resplandeciente, y nunca te detuviste en aquel tipo encorvado, tímido, rechoncho, que se escondía tras unas gafas. Era ridículo que pudiesen ser la misma persona. Pero lo eran. A veces, odio volar. Hace ya tiempo que no lo hago por gusto, feliz. Sólo en sueños vuelo entre las nubes, despreocupado, hacia el sol. Ahora vuelo entre los incendios de la ciudad, y las caras tristes (entre ellas la tuya) miran al suelo. No ven pájaros ni aviones. Hay días en los que salgo de una cabina y sólo soy Clark Kent. El hombre con el que cruzas, con suerte, dos monosílabos en los pasillos de la redacción. 

De día, vuelo sobre el cielo despejado con la ropa en llamas. Pero de noche, rechazas todos mis bailes. Nunca dejaste a Kent sacarte a bailar. La noche, replegándose sobre sí misma, esconde monstruos y ladrones. En el suelo húmedo de la ciudad, los zapatos de Kent hacen crujir el suelo. Sale del trabajo con la cabeza gacha, su sombrero y su maletín. A la mañana siguiente, saldrá a volar, pero la noche ya está perdida. Clark Kent pierde también su identidad. Ya no está seguro de saber volar bajo ese traje barato. Se lo quita, junto con las gafas, y lo intenta. Y lejos de su identidad secreta, escucha susurros en los callejones, las risas de los amantes, los taxis vagando por la ciudad, y si lo intenta, con mucha fuerza, escucha también el viento soplando los maizales en Kansas. Ve, a través de las paredes, las vidas cruzadas, las personas en sus apartamentos, en sus hogares, y mirando al suelo ve cocodrilos en las alcantarillas. Levita con los ojos cerrados, sintiendo una ligera electricidad en el aire. Y vuela a la azotea donde os encontrasteis, cuando él se mostraba como el hombre de Kripton. Aquella azotea, llena de flores y gatos, es para él una nostalgia pura, una huella, y para ella un eco absurdo del pasado. Entonces, él sube hacia arriba, hacia la estratosfera y después más y más adentro, al espacio profundo. Los meteoros chocan contra él, pequeñas rocas inofensivas, no dejan ni arena en su capa. Cierra los ojos y se hunde más allá de la vía láctea. No puede evitar, no obstante, la imagen de la azotea. 

Y a la mañana siguiente, y a la otra, y a todas las que vendrán, se despierta como Clark Kent. ¿Comprendes la historia? Yo me despierto como Clark Kent. Y ella, tú, no me quiere ver, no me quiere hablar ni oír. Porque soy Kent, o porque soy el pasado, o porque soy un ideal que no hace más que nadar entre polvo de estrellas. Y te veo, y no veo quién necesita el disfraz de Clark Kent. Ni para qué necesita Kent desenterrar el traje de superhombre. Lois ya no baila con Clark, esta noche no está deprimida ni loca. Ésta es mi confesión, y te dejo aquí mi último titular, no es una primera plana ni mucho menos de interés público, no es una necrológica ni un artículo de opinión, pero es veraz y único: "Kent se ha ido".