jueves, 25 de julio de 2013

Los Siete Samurais contra el Shogunato Feminista


Hace un par de noches di con un agujero en mi manzana. Mientras le quitaba la piel cuidadosamente encontré un punto negro en la superficie. Primero lo toqué, y daba la sensación de ser algo profundo, no una marca aislada en la manzana. Fui recortando obsesivamente trozos y más trozos de manzana, cada vez más negros, cada vez más grande el agujero, hasta qué llegué al corazón, podrido y negro. Siempre que acabo una manzana me gusta partir en dos el corazón y ver la forma de estrella perfecta que queda dentro, a veces adornada por una semilla o dos. Pero esto era repugnante. Lo cual me recordó a una historia que pensé que debía de escribir.

Kenshiro Takei era, hasta hace poco, uno de los más brillantes escritores japoneses contemporáneos. Hablaba un lenguaje nunca antes conocido, se podría decir que trascendía los límites del lenguaje, y una vez cruzaba la línea, se reía de todo y de todos de forma obscena. Iba más allá de la pura metaficción y la disección de su sociedad. A veces era escalofriante la mirada que devolvía cuando acababas cada narración, el reflejo distorsionado que te volvía a ti mismo monstruoso. No obstante, un arma de doble filo en la prosa de Takei era su capacidad para la provocación. Oscilaba siempre entre la acidez genuina y acertada y la provocación violenta y gratuita. Varias asociaciones a lo largo de todo el mundo se habían abalanzado ya sobre él: se habían quejado ya muchos defensores de los derechos infantiles, asociaciones contra el cáncer, contra la violencia doméstica, defensoras de animales, anti-racistas, Amnistía Internacional, la Asociación Nacional del Rifle, personas con síndrome de Down, la Iglesia, asociaciones de padres, de profesores, vendedores de sushi, cadenas de supermercados, Val Kilmer, otakus, homosexuales, ONGs, antiabortistas, fans de Battlestar Galáctica, y varias asociaciones feministas. De todas las anteriores es a las últimas a las que Takei confesó, en alguna ocasión, que le producía mayor placer molestar. 

Era bien sabido, decía, que hay ciertos sectores a los que ya es extremadamente fácil provocar. Si bien ponerse en contra de la Iglesia era antaño poco más que motivo de ir a la hoguera, ahora era banal y tópico enfrentarse a una entidad como aquella. "Todo el mundo hace chistes de mierda sobre curas que violan a niños" decía Takei. "Sin embargo, arremeter contra una panda de descerebradas que enseñan sus coños y sobacos peludos en Facebook como muestra de feminidad te convierte en un paria". Sabiendo las muchas voces que se alzaban en su contra, Takei intentaba siempre mantener una posición de "loco ambiguo" como él mismo se definiría, para, de alguna manera, quitar importancia a sus extravagantes (y a veces peligrosas) provocaciones, a la vez que le servía para camuflar lo que podría tomarse como "ataques gratuitos a ciertas ideologías" y convertirlo en "puro delirio formal", es decir, cabía la posibilidad de que esos actos de provocación no fuesen más que parte importante de su forma de narrar las cosas, violenta y visceral. Sea como fuera, no mucha gente se tomaba bien todo aquello, razón que quizás influyera en que un día, Kenshiro Takei se despertase encerrado en un sótano.

Le costaba recordar como había llegado allí, hasta el punto de que, más tarde, dejó de lado su empeño en reconstruir la situación que le había llevado a dar con sus huesos en aquel sitio. Sentía como si, simplemente, hubiera aparecido en ese sótano oscuro, atado de manos y piernas a una silla de madera, astillada, con un agujero para cagar. No había una última cosa, un último momento antes de llegar a ese punto. No recordaba haber llegado a casa, dormirse y despertar allí. O ser increpado por una extraña figura antes de subir a su coche en una madrugada oscura. Nadie le había pegado, ni vendado los ojos, ni llevado hasta allí en un camión. Desechaba, por tópica, la pregunta "¿estoy muerto?", porque cuando uno muere, pensó, no debe oler su propia mierda llenando un cubo bajo sus piernas. Estaba en calzoncillos, lo cual era extraño: debían haber hecho la chapuza de rajar justo la parte del culo para que pudiese evacuar por allí. Como una extraña compasión, el enemigo invisible le había dado el privilegio, a pesar de estar atado de manos y pies en un sótano, de tener la polla cubierta y resguardada. Pero lo realmente raro es que, aunque no sabía cuanto tiempo llevaba allí, no sentía necesidad de comer ni beber, y tampoco tenía sueño. ¿Que habían hecho con él?

Fue al cabo de unas horas cuando unas voces le sacaron de su espiral reflexiva. "¿Quién se acerca a él?" decía una. "Yo no, si me acerco es para matarlo", "yo no pienso tocar su cosa", "pero, ¡alguien tiene que decirle por qué está aquí!" discutían las otras. Le era difícil saber cuántas personas habría allí. Pero había algo imposible de pasar por alto: todas eran voces femeninas. Estaba empezando a conjeturar qué clase de personas le habían llevado allí cuando una de ellas salió de entre las sombras. 
-Señor Takei, supongo que ya se le ha pasado el efecto de las drogas -dijo.
Así que eso era. El tiempo y sus necesidades fisiológicas estaban tan distorsionadas porque estaba drogado hasta las cejas. 
-¿Quienes son ustedes? -preguntó asustado Takei- ¿Por qué estoy aquí? 
-No queremos darle más respuestas de las necesarias. El propio hecho de hablarle a usted ya me repugna. ¡Chicas!
Y antes de que Takei pudiese responder, alguien le amordazó por detrás. Se daría cuenta en unos segundos de que la improvisada mordaza eran unas bragas ensangrentadas. Una de las mujeres -la más valiente, pensó Takei- salió de entre las sombras. Con unas tijeras, recortó, sudando, llena de asco en la mirada, los calzones manchados de Takei. 

Takei, gritando como un cerdo, no apartó la vista ni un momento cuando le cortaban torpemente el pene. Las tijeras no cortaban especialmente bien. Es decir, no lo arrancaron de una tajada. Ella las abría y cerraba mientras aquello sangraba, dejando algunas venas al descubierto, y la piel se rompía, y él gritaba y se removía, ellas no tenían miedo de que se mordiese la lengua de dolor y se desangrase también por la boca. Después de arrancar el miembro tirando del último trozo de piel que le unía a él, lo tiraron al suelo, y vio por última vez aquella cosa diminuta, encogida de terror, antes de que lo pisotearan y lo quemaran. Acto seguido, le partieron los dedos para que no pudiese escribir, lo golpearon en la cabeza, y no supo más de ellas.

De eso ha pasado ya un mes. 

Takei dicta sus relatos a un joven secretario. Él se esfuerza por entenderle, pues la lengua hinchada a veces traba sus palabras (en efecto, se mordió la lengua). Va al médico todas las semanas para ver como va la herida. El cruel destino le ha adjudicado una doctora. Ella mira todas las semanas aquella cosa entre las piernas, aquel agujero torpemente cosido, que parece una suerte de vagina. El pelo empieza ya a crecer alrededor, y los testículos cuelgan como un mal recuerdo. Una imagen devastadora, un adorno inservible. Los ve y piensa por qué no los cortaron también. Piensa en ello como una puta broma. Cruel, terrible. 

Allí, en el hospital, siempre se topa con otros pobres amputados, y habla con ellos. Aunque la mayoría son pobres diablos, tristes, incompletos, traba amistad con un jovial hombre manco. Alto, atlético, seguro de sí mismo, pero falto del brazo izquierdo desde más arriba del codo. Le confiesa a Takei que a veces ese brazo le duele a horrores. Un dolor punzante unas veces, un tirón otras, y las peores noches, según cuenta, le duele como en el mismo momento en que se lo cortó por accidente en la fábrica. Takei se sorprende, al poco tiempo, al descubrir que le pasa lo mismo.

Unas noches le duele igual que cuando le operaron de niño. Otras es sólo un picor. Las más raras lo siente erecto y vigoroso, y cuando se va a echar mano para aliviar sus penas... la nada. Hasta que al cabo de un año, y dejando ya de visitar a la doctora, nota que algo ahí abajo le habla por las noches. Su pene ahora es un miembro fantasma con todas las de la ley: tiene voz propia, la de un fantasma de una época lejana. "Me llamo Mifune" le dice. "Soy un ronin, ¿sabes lo que es? Un samurai sin dueño. Un caballero honorable que ha perdido el rumbo, condenado a ser un vagabundo. ¿Ves cuánto nos parecemos, Kenshiro?".

Más tarde le hizo una confesión aún más extraña: Mifune era un ronin manco. Su pene, el fantasma de un viejo samurai, estaba a su vez falto de un brazo. "Eso no es todo" confiesa Mifune. "Mi brazo, doblemente fantasma que tu miembro, es a su vez el de una doncella que murió tras ser violada. Cuando la enterraron, brotó de su lecho un manantial. Y esa joven, en lugar de ojo, tenía el espíritu de un viejo señor de la guerra". Que a su vez, dedujo Kenshiro Takei, debía faltarle alguna clase de miembro. "Exacto" dijo Mifune, sonriente. "Todos son una cadena de miembros fantasmas a lo largo del espacio, el tiempo y la existencia misma. Y ten por seguro que cuando mueras, tú seras el miembro fantasma de alguien". Y Mifune dejó de hablar por esa noche, pero le visitaría todas la siguientes. 

Aquella revelación confundió a Kenshiro Takei. No sabía si sentir júbilo, porque sería una huella en el tiempo en una larga cadena de vidas, o una melancolía terrible. Los primeros meses soñó con las mujeres que le destrozaron el pene y los dedos. Después, sólo tenía un sueño recurrente: unos niños, en el salvaje oeste, balanceándose en una horca. Como una amenaza. Como un aviso de lo que vendría. Aún así, el tenaz Kenshiro se recuperó. Los dedos volvían a moverse, no con la agilidad de antes, como patas de araña aceleradas y frenéticas, pero sí con el pulso firme de un reloj, aunque el meñique, el anular y el corazón de la mano derecha apenas se movían. "Escribo con siete dedos" declaraba, jovial, en las entrevistas de la tele. "Los siete samurais" decía entre carcajadas mientras alzaba las palmas de sus manos hacia las cámaras. 

Y, contra todo pronóstico, después de ese suceso, siguió siendo un cabrón, aún teniendo ese hueco en la entrepierna, cicatrizado, una hendidura lisa, como si ahí nunca hubiese habido nada. A partir de entonces, todo fue distinto, pues cada mañana volvía de nuevo a la vida. Y no podía sentir más que gratitud.