miércoles, 5 de diciembre de 2012

Pues el mundo es hueco y yo he tocado el cielo

El universo se colapsó, se desbordó, se quemó como pólvora. De aquello no pudo salir nada bueno. Tuvieron que hacer otro universo, pero los que estaban al mando no tenían mucha idea. Quisieron empezar por la Tierra, y como humanos quedaban pocos, decidieron rellenarla con algunos gatos. Los gatos se dispersaban aquí y allá en el universo (Marte era el planeta con el mayor número de gatos, pero ellos son muy reticentes a la hora de hablar de fronteras espaciales). Quedaban algunos en los restos del universo, en sus cenizas. Trozos de planetas quedaban colgando en los bordes ennegrecidos de lo que antes era el universo. 

Repoblaron la Tierra bastante bien, los gatos siempre van a su aire. Apenas se peleaban, y si bien dejaban de lado los comportamientos egoístas y apáticos de la humanidad, adquirieron algunos de sus rasgos característicos, como el arte. No dejaban de ser gatos evolucionados, debían ser los sucesores de los anteriores dueños del planeta. Basándose en antiguas películas animadas cuyos celuloides flotaban por los restos del universo, se dedicaron a la música. Tocaban el piano, el violín, el saxofón. Pero muchos se olvidaban del clavicémbalo. Kazan, el gato gris, aceptó ese instrumento. Lo reconstruyó de manera más o menos aceptable, sonaba como un gato apaleado, pero en un universo donde sólo vivían gatos, aquel sonido se había convertido en un canto sofisticado. 

Atrajo a varias gatas, que se sentaron atentas alrededor de Kazan y su clavicémbalo. Cientos de gatas, en un momento, se congregaban allí. Con la llegada de las primeras, Kazan se sintió halagado, pero pronto los nervios le comían las entrañas. ¿Estaría a la altura? Sus dos patas delanteras se pasaban por las teclas del clavicémbalo, nerviosas, y sus dedos hacían lo que podían. En realidad ellas se habían parado por lo marginal de aquella propuesta. Un gato gris tocando un instrumento olvidado, de un universo anterior. Le faltaban teclas, las cuerdas salían de dentro afuera, enrolladas y entrelazadas, algunas ni siquiera servían para nada. Su color era el de diez tipos de madera distintos empastados entre sí para hacer algo parecido a un instrumento. Realmente Kazan se atrevió a llamarlo clavicémbalo porque era algo parecido a un piano pero sin serlo del todo, además de porque nadie se acordaba de cómo sonaba un clavicémbalo y podía permitirse crear un ruido distinto. 

El gato gris no dejaba de darle vueltas a aquello. Él sólo hacía ruido. Pero era ruido para los demás. Les estaba legando su ruido. El ruido de un universo pasado que ahora sonaba a gloria. Y a Kazan no le importaba hacerlo bien o mal. Él lo estaba haciendo. Estaba contento. Se subió encima del instrumento. Ahora tocaba con las cuatro patas. Andaba sobre las teclas y creaba nuevas melodías, superpuestas unas encima de otras, algunas no tenían nada que ver, otras armonizaban, otras venían de universos imposibles. 

Sería maravilloso que lo hubieses presenciado, querido lector o lectora. Así le hubiese aplaudido alguien. Las gatas no sabían qué hacer, qué decir, cómo reaccionar.  Kazan tampoco sabía que hacer. Allí parado, mirando a su público, estaba bloqueado. Así que explotó. Se deshizo en mil partículas brillantes, mil pequeñas motas de polvo de estrella. No llegó a saber que había hecho arte. Ah, el primer gato romántico. No se dio cuenta de su movimiento evasivo, de la ilusión, del amor que había desprendido de sí mismo. Porque nadie se lo dijo. 

Tuvieron que pasar años hasta que la legendaria melodía de Kazan se recompuso, por las vagas descripciones de aquellas cien gatas. Y descubrieron demasiado tarde la melodía del gato gris. En su honor, erigieron una estatua gigante, pero no era una simple copia en bronce del gato. Era un colosal cúmulo de compartimentos, miles de cajones que subían y subían hasta donde alcanzaba la vista. Aquí lo llamarían sinfonier, o algo por el estilo, pero los gatos no le pusieron nombre. La estatua, bañada en oro y con una baraja de Tarot en cada uno de sus infinitos cajones, subía hasta el cielo, con la intención de encontrar las motas de polvo que se marcharon por el aire, para algún día encontrar de nuevo a Kazan, y escuchar su melodía una vez más.