viernes, 9 de noviembre de 2012

Aiapæc

Hola, me llamo Francisco Scaramanga y estoy a punto de ser asesinado. Puede que mi nombre les suene, y es normal: tomé el nombre de un villano de 007 (el hombre de la pistola de oro) pues olvidé el mío, y últimamente sólo vienen cosas malvadas a mi cabeza. Esa ha sido mi perdición. Todo ocurrió a raíz de la muerte de la lengua.
El lenguaje, un buen día, a causa de ciertos hechos puntuales, acabó desapareciendo. Debió ser un virus que se extendió por todo el planeta despojándonos de cualquier idioma existente. Inglés, chino, francés... daba igual, todos habían desaparecido, y con ellos la comunicación. Cientos de eruditos a lo largo de todo el planeta tenían interesantes teorías sobre la desaparición del lenguaje y el futuro del planeta, pero no podían exponerlas, pues no podían hablar. Tampoco podían escribirlas, ya que no se trataba de una mudez colectiva, sino de un fallo en el cerebro (no me pidan más detalles, no sé demasiado) que impedía a cualquier persona el uso de lenguaje. Ni siquiera los sordomudos alcanzaban a articular su lenguaje de signos.
Muchos pensábamos que daba igual, con una mirada se pueden decir mil cosas, decíamos, pero acabamos todos equivocados. Las miradas ya no decían una mierda. La gente se fue irritando y comportando de forma extraña (yo mismo me incluyo) y absolutamente nadie se entendía. Estábamos aislados. No importaba que te encontrases con un desconocido o con tu propia madre, no entendías a ninguno y eso te ponía nervioso. El dinero siguió siendo útil hasta cierto punto. Pasado un tiempo, cada uno cogía lo que quería. Si alguien tenía algo que decir, era libre de rebanarte el gaznate, si no se lo rebanabas tú antes. Era imposible establecer acuerdos. En las películas de catástrofes siempre hay grupos de supervivientes, pero aquí era imposible formar grupos. Siempre que se intentaba acababa en sangría. Era imposible descifrar a la gente, no sabías quien era amigo o enemigo sólo con mirarle a la cara.
Sin duda, el mundo se encontraba en las ruinas de la lengua. El alfabeto se convirtió en un conjunto de extraños símbolos. Algunos lo adoraban, o lo temían, o ambos. Se había formado el Alfabeto, los símbolos del terror. Cuando alguien sabía dibujar una letra era símbolo de poder. Una simple "a" valía para hacerte el rey de un manojo de personas, si no se acababan matando entre ellas. Una consonante complicada te infundía respeto. Una zeta era símbolo de sabiduría, pero también un mal presagio: conocías la última letra del Alfabeto.
Pronto, en la ciudad, fueron apareciendo letras del Alfabeto por distintos lugares. Los adoradores del Alfabeto se estaban formando, por primera vez empezaban a formarse grupos de personas. Iban uniendo letras y redescubriendo palabras. Era terrible pensar qué palabras podrían acabar recordando. Empezó todo bien: se recordó de nuevo la palabra "sol". Posteriormente alguien recordó "aire", o "niño", o "mar". Pero cuando alguien empezó a recordar palabras más largas todo iba dando más miedo. Horca. Fuego. Grito. Muerto.
Los grupos de adoradores se iban encontrando e intercambiando palabras. Y si algunas palabras traían malos presagios se desechaban, o más bien era desechada la persona que lo recordaba. Por eso ahora voy a ser asesinado. Maldigo el día en el que recordé esa sucia palabra.
Se preguntarán ustedes cómo soy capaz de contar una historia si no me puedo comunicar. Es una buena pregunta. Mi historia es sólo una proyección en su cabeza. Es una historia, ante todo, hipotética. Y aún así las lágrimas se escurren por mis mejillas, pues me van a matar. Quizás la culpa sea de ustedes por imaginarme. Les juro que estoy viendo la bala venir hacia mi cabeza. Lleva consigo una lentitud abrumadora, pero no me puedo mover y sólo puedo mirarla, impotente. Ya está atravesando mi piel y saludando a mi cráneo, rompiéndolo, astillándolo. Por fin está dentro de mi cabeza, pero no sale por ninguna parte.
Ah, todo acaba por fin...