martes, 3 de diciembre de 2013

Horas


Equilibrio. Le había costado encontrar el punto de la mañana exacto en que las persianas reflejaran en su pared esas franjas de luz, horizontales, perfectas, que aparecían en las historias de detectives. Esas franjas de luz de las persianas que se proyectan sobre el héroe. Y fuma, y está solo, y bebe, y aparece la chica. La femme fatale. Sus historias iban sobre las femmes fatales o la ausencia de ellas. Le había puesto mil caras a la misma chica, a la misma idea, cien melenas al viento todas distintas, cien mañanas de resaca, cien descapotables, o taxis, o acantilados, o neones. 

Había días en los que tenía que esforzarse hasta para ser Clark Kent. ¿Qué sabía él de detectives? Una voz de mujer, lejana, sacada de una película, le susurraba a veces: "¿qué sabés vos de escribir novelas?". Se sentaba a imaginar, y con suerte salían ranas o cosas retorcidas con pelo, o cadáveres. ¡Historias sobre cadáveres, eso era! Se plantó en medio de aquello e intentó construir la historia sobre la marcha.

Había un cadáver, una mujer, cuya sombra pesaría sobre toda la historia. El tiempo se movería: presente-pasado-presente-imaginación-pasado-viaje de ácido-presente. Y el héroe, con una gabardina desgastada y una enfermedad que le comía las entrañas, se preguntaría qué diablos estaba pasando. Iba a dejarse los huesos y a sufrir, y seguramente moriría. Si el detective muere, la historia queda cerrada y la redención queda quizás más clara. El detective, el héroe, era el alter ego del escritor. 

El detective era mi alter ego. Quizás yo sería el alter ego de alguien. O de algo. Pero el detective, el escritor ficticio y yo, el escritor de verdad, estábamos unidos. Pésimamente unidos, pues nuestros movimientos no se compenetraban en absoluto, y a veces uno se perdía en su realidad y era imposible traerlo de vuelta. El detective con frecuencia se perdía en la nieve, en la página blanca. Quizás le desagradaba tener que morirse. 

A mi tampoco me gustaba que el héroe tuviera que morir para que todo luciese mejor. La gabardina, el cigarrillo... con frecuencia desaparecían y me veía a mí mismo en su lugar. Me veía resbalando inerte contra la pared, sabiendo que los buenos habían ganado. Dormía más tiempo para soñar con algo que pudiese escribirse. Un final. 

¡Principio-nudo-final, principio-nudo-final! ¡Menuda basura! En la casa de los monos me di cuenta de que esa estructura era imposible. Cuando intentas armonizar tantas realidades te acabas desquiciando. A veces las cosas cambian de lugar. La ruptura sin sentido se sitúa al principio, el detective en el acantilado es la mitad, mi alter ego naciendo entre sangre y llantos es el final. Nada tiene sentido. Y todo armoniza. Dejé de escribir sobre imaginar que escribía y conté la historia de un cadáver, y de unas franjas de luz en las persianas que... espera, eso es el final. Hubo una epidemia de flashbacks y los personajes se mezclaban y deformaban, y los niños salían del cerebro y las cosas fuera de la ciudad dejaron de importarme demasiado. No sé si era esa ciudad en concreto o pasaría en todas las demás, lo de volverme loco. Y la femme fatale (o su ausencia) se volvía de cristal y se perdía entre ecos. 

Y entonces imaginé un detective.