jueves, 25 de septiembre de 2014

Rat Salad



Aquella tarde, los niños encontraron una rata. La introdujeron con valentía en el parque desde un solar cercano, en volandas, con el cuerpo encaramado a una rama que el presunto cabecilla del grupo de niños sostenía. 

Escenario: parque de ______, primeros días de otoño. Los árboles, brillantes, entorpecían la visión general del parque desde la terraza contigua. Aún así, ese era el único lugar del barrio que ofrecía una vista aérea privilegiada de la mayor parte del parque.

Narrador: mitad omnisciente, mitad testigo. El episodio de la rata flotando en el charco necesita sin duda licencias poéticas que aporten consistencia al hecho, que por otra parte, es totalmente veraz.

Las madres de los niños, en la segura distancia que les ofrecía el banco de aquel (para ellas) confuso y aterrador mundo de los infantes, gritaban:
-¡Suelta eso!
-¡No te acerques al agua, que te vas a infectar!
-[diálogo irrelevante]
-¿Nos vamos? ¿¡Nos vamos!?

Durante apróximadamente una hora, el cántico de las madres proseguía. Infección, baja de ahí, acércate, no toques eso, ¿ébola?, merienda, no, no, no, NO. 
Las niñas se acercaban curiosas al portador de la rata obviando los tirones del pelo en el colegio el día anterior. En el grupo de niñas destacaban dos que aquel día, por casualidad, llevaban cada una una camiseta con una estrella roja en el pecho, ante el refunfuño comedido de sus respectivas madres.

Transcripción de los diálogos de los niños:
- ¡...se ha encontrado una rata muerta!
-¡Qué asco!
-¡Tirádselo a las niñas!
-[balbuceo]
-¿Dónde la has encontrado?
-[risa inesperadamente adulta]
-¡Pero si es solo media rata!
-¡Mariquita!

Detrás: sonidos de triciclos con irritantes ruedas de plastico duro hueco, balonazos desgastados, mentiras piedosas de las madres conversando entre ellas. Comprendí que la rata, por lo que decían los niños, estaba muerta. La lejanía del balcon y la emergente miopía no me permitían conjeturar el estado de descomposición del animal. Ni aún yendo a por las gafas pude ven con claridad el estado de la media rata que para mí no era, desde allí, más que un punto gris borroso en un pequeño charco. 

Retrospectiva, flujo de pensamiento: el narrador, a los diez años de edad, jugaba con los otros niños en el mismo parque (entonces en construcción). Un niño mayor y sus secuaces se acercan con un gato de corta edad. Tamaño: pequeño. Color: gris, rayas blancas. Estado: vivo. Cerca, se encuentra una pila de ladrillos contra la que el pequeño gato, al despertar aquella mañana, no esperaría colisionar repetidas veces hasta morir entre agónicos chillidos. Hora de la defunción desconocida. Con aquellos ladrillos se terminó de construir el parque meses después. Los restos mortales del gato permanecieron varios días en el lugar. Sinestesia: reconozco, a veces, el olor del gato en las miradas de la gente entre la multitud en las ciudades.  

Epílogo: los chillidos del gatos se confunden en la memoria con los sonidos del grupo de niños portadores de la rata extasiados por la diversión de la tarde de otoño que les sacó de la rutina de la reciente vuelta al colegio. ¿Tuvo suerte la rata en su rápida muerte (conjetura: atropello, aplastamiento) ajena a los niños mayores?

viernes, 29 de agosto de 2014

Gringo Viejo




La estación de trenes quedó vacía cuando cogí el último expreso. Lo vi en la lejanía, aquel mundo desapareciendo a toda velocidad. Hasta que el sol me cegó y no pude ver más allá de mis propias cataratas. Pero ya no me molestaba, yo ya no le lloraba a nadie. Todo lo que veía era como un país de luz. El sol me cegaba por momentos pero entre el resplandor me dejaba adivinar siluetas de antiguos amigos y lugares comunes. Veía las siluetas de mis hijos y las fotos quemadas y mis negros pulmones. Le dije adiós con la mano a todo aquel país de luz que me había retenido más tiempo del deseado. “Adiós amigos”, susurré, sin sentir mucha pena. Yo ni siquiera era tan viejo.

Llevaba planeándolo unas semanas, ahorrando para comprar el billete, haciendo oídos sordos a mis hijos, visitando por última vez la tumba de mi mujer, hablando con la gente a la que había apreciado. El pueblo era pequeño, así que éstas las podía contar con los dedos de las manos. Tomé mi última copa y me compré un traje bonito. Calcetines blancos, mis zapatos de Fred Astaire y una maleta ligera de equipaje. El pueblo me había dado una vida pero también en cierto modo se la había comido. Mis hijos, temiendo por mi salud mental, me preguntaron a dónde iba a ir. Yo les dije que solo quería un billete de ida y que se preocupasen de sus vidas, que ya son adultos y tienen hijos y trabajos bien formales, que si no se habían preocupado por mí después de servirles de aval para sus casas que no se preocupasen ahora. Yo ni siquiera era tan viejo.


Y ahí estaba bajo el reloj, sentado en un banco viejo de la estación. Le pedí a alguien que me hiciera una foto, y que se la quedase. Para que alguien se acordase de la última vez que aquel viejo le echó un par de cojones a algo. Quería que me recordasen justo en ese momento, antes de irme hacia cualquier país desconocido, como hizo el anciano Ambrose Bierce antes de perderse en el oeste. Quién sabe dónde iría. ¿A buscar el árbol bajo el que la besé por primera vez? ¿Al café en el que escribí mis mejores historias? ¿Al fin del mundo, quizás? Yo ni siquiera era tan viejo. 

miércoles, 14 de mayo de 2014

La Caída de la Casa Richards


No podía ser otra cosa que un día de lluvia. El humo todavía parecía escaparse entre las ruinas de Manhattan. La noche más triste de Nueva York: cuando aprendí a leer los escombros. Vi la casa Richards, los cohetes, las máquinas, su fundación. El trabajo de una vida, prolongada hasta el infinito en un tiempo distorsionado. Recuerdo a la primera familia.

Recuerdo al padre, el doctor Richards, el hombre más listo del mundo. Peinando las canas y extendiendo su percepción hasta el infinito. Un hombre roto, una cáscara vacía. El rosto descompuesto al llorar. Los tubos de ensayo, los papeles, las partículas Pym, el nulificador supremo, volando por el laboratorio a cámara lenta. Testifica contra su único amigo de la infancia. Los ojos de éste, esculpidos por unas manos ciegas, escudriñan tras los barrotes.

Recuerdo a la madre, y cómo llegó a odiarle. Sintió desprecio por el hombre en quien se había convertido. Escupió sobre su tumba. Llegó a sufrir pesadillas, convulsiones. Los brazos de él, que le perseguían en sueños, se alargaban buscando el abrazo. Lloraba quemando las viejas postales. "Visite Attilan". "Elecciones en Latveria". "Recuerde Stamford, Connecticut". Olvidó a sus hijos. Se hizo una con la lluvia. Se despertó y se perdió entre la multitud, haciéndose... invisible. Su hermano, que brillaba con tanta intensidad cuando éramos jóvenes. Cuando él era capaz de romper la barrera del sonido y yo me sentía con tanta fuerza que podía trepar el Empire State. Yo que perdí tanto aquella noche, en el puente de Brooklin. Él, que ahora reza por una combustión espontánea, mientras las ruinas y los fantasmas lo ahogan.

Y sin embargo continuamos. Hace cincuenta años que tengo la misma edad. Pero ya no es suficiente. Quizás no pararemos hasta que no les queden más seres queridos que lanzar al vacío. Quizás haga falta algo más que una nemesis patética, alardeando de carrera criminal. Quizás seamos héroes y ellos polvo. No hay bestia lo bastante hambrienta para devorar tanto mundo, no hay Vigilante cuya mirada llegue tan lejos. 

domingo, 23 de marzo de 2014

Leviathan


Nunca sería un soldado. Haría lo que fuera para evitarlo: arrancarse las huellas dactilares, quemarse las córneas, lo que fuera. Estaba decidido a arrancarse el chip, ese que, de pequeño, le ensartó la Abuelita Bondad tras la uña del pulgar. Rechazaría su patria porque al fin y al cabo su patria era ignorancia y asco y sangre seca. Su tío materno, el hombre más triste de Louisiana, le dijo una vez que la patria eran el corazón y las estrellas, que no había razón para tener miedo porque nuestras conciencias durarían cinco mil años, escondidas en la cara oculta de la luna. Con el traje de los domingos de su primera esposa lo llevaron a fusilar.

Gritar constelaciones en público suponía la perdida de un dedo. El hombre occidental, desde hacía años, estaba en perpetua guerra fría contra las estrellas. Y él lo odiaba. Eso le convertía en un paria, un leproso de la era de las pantallas, el plástico y el humo. Las personas sutílmente se convertían en soldados. Los que gritaban en las calles eran soldados. Los que iban a trabajar cada día, en el subterráneo, eran soldados. Los insectos de la bañera, soldados. Las putas de la tele, los universitarios, los sintecho que exudaban veneno entre los cráteres que les surcaban la piel. Todos eran soldados. 

Pero él no. No iba a servir de los 18 a los 42 y luego ser gaseado por las hermanas en el orfanato. No iba a dejar que le operasen para hacerle soldado. "Sólo es para dejar pasar el aire" le decían. Carroñeros, ratones, arañas. Ahora corre por el bosque. Las ramas tiemblan, las raices se pudren. Vonnegut tatuado en las palmas de las manos, el párpado izquierdo cosido, tapones en los oídos, el pulgar cercenado. Corren tras él los soldados. Una, dos embarazadas. Adolescentes. Ancianos. Una niña con las rodillas peladas reproduce la voz de la Abuelita Bondad cuando chilla.

"No voy a ser un soldado", llora. No uno como ellos. "Os mataré", piensa. "Os mataré en el metro, os mataré en los libros, os mataré en vuestras mentes, más allá del sol, a oscuras, y en silencio", piensa, mientras se lo llevan. "En la casa de los monos, en las salas de espera. El infierno callado, escondido, que siempre está alrededor. Los Invisibles lucharemos, tras el apagón, en el ojo de la tormenta. Pero sin soldados". Dice, mientras se lo llevan. 

jueves, 27 de febrero de 2014

Carcosa


No sabía con certeza si, mientras caminaba como un fantasma por Carcosa rememoraba el último polvo, o si por el contrario, durante su último polvo se estaba viendo a sí mismo en Carcosa, caminando como un fantasma. 

Se había encontrado viviendo su vida y su no-muerte a la vez. Entre las ruinas de Carcosa escuchaba los gemidos fantasmales, como ecos, de aquel otro momento de su vida. En el cuello de ella, con el pelo enmarañado y recogido a un lado, resbalaba una gota de sudor. En Carcosa, aquello se convertía en una sombra, resbalando apresurada por unas ruinas, y perdiéndose bajo la tierra. Los surcos siniestros en el asfalto de Carcosa, creados por alguna fuerza más allá de lo humano, se convirtieron en arañazos en su espalda. 

No entendía cómo había llegado a esa ciudad, que sólo aparecía en historias y en sueños. No sabía por qué estaba en ruinas, qué le había pasado a Carcosa, que debió ser tan grande en el pasado. Quizás él también estuviera en ruinas, y Carcosa fuese su reflejo. Las ruinas se extendían como una plaga por su futuro cercano, que se plegaba sobre sí mismo y nublaba su visión. El tiempo dejó de ser una esfera y se convirtió en un círculo. Una serpiente mordiéndose la cola, girando en el infinito. Reviviendo su último orgasmo hasta el final, volviendo una y otra vez sobre los momentos que congeló como insectos en ámbar. Por eso le torturaban los ecos, incluso siendo un fantasma. 

Entendió así la vida útil de los fantasmas. No se trataba de lamentos, cadenas y sábanas blancas, no... era algo mucho más aterrador: un color gris transparente era lo único que podía ver de sí mismo. Aunque no tenía voz, estaba hecho del mismo material que los ecos. Condenado a repetirse. Esa era la maldición del fantasma: estar preso en un bloque de hielo al exterior de la vida, pero aferrado a ella. Condenado una y mil veces. Condenado a la invisibilidad. A ver la vida en su forma auténtica. Como un círculo. 

sábado, 8 de febrero de 2014

Más Anacrónico


Anoche me desperté en otra dimensión, aturdido por la música de las pesadillas. Conseguí ver el cielo negro e invertebrado unos minutos, a través de la persiana. Los barrotes de la ventana tenían venas rojas sosteniéndose alrededor como enredaderas. A veces es mentira aquello de la comodidad y seguridad del útero. A veces hace frío dentro. 

Había una consulta en la habitación contigua; un psicólogo, entendí. Un hombre lloraba, su voz era paralela al sonido de unas visagras oxidadas. Se había casado con una actriz porno. Se inquietaba cada vez que ella bostezaba. Y antes de abrir del todo la puerta, antes de que entrasen, desperté de nuevo. Muchas veces los sueños se descomponen en varias capas, en distintas pieles, como en estancias, o pisos. En determinados sueños sufres varios despertares hasta el supuesto verdadero y último despertar en el mundo real. 

Y el despertar hacia el mundo real ya no tiene ningún sentido para mí. 

He soñado con guerras. Guerras de lugares lejanos. Guerras no muy agradables. La gente luchaba en las calles para que no se les comiesen la carne. Y la carne salía de las bocas de las alcantarillas con los huesos astillados de hombres, mujeres y niños haciendo de dientes, para masticar a la gente y hacer una masa de carne más grande, más roja y más cruda. ¿Y sabes qué pasaba? Que los soldados disparaban a la carne, y la carne se los tragaba sin darles tiempo a gritar. Y entonces la carne tenía plomo humeante. Y las alcantarillas reventaban y la carne se alzaba, empapada por el agua de las alcantarillas. Agua sucia, residuos, orina; y seguían masticando a más personas. Todo aquello lo decían en las noticias, y después hablaban del tiempo.

Creo que es una visión de futuro. Los conspiranoicos de Internet hablan de que se está desarrollando una alternativa a la vida. Una alternativa indolora, anestésica, para crear un concepto de vida con restricciones que eviten el dolor y la pérdida. Antes de ser asesinado, el más grande conspiranoico aseguró que "nos harán mear antimateria". Esa manifestación carnívora de mi sueño, pienso que es un paralelismo: la vida indolora, devorando las inquietudes, los futuros. Pero queremos contraatacar. Queremos ir con todo. 

¿Sabes cual debe ser el mayor miedo de los conspiranoicos? La idea de una conspiración inversa. Esto significa que sólo hay una conspiración: que la realidad es mentira. Que estamos solos, sin nadie en la sombra ni nada detrás de las cosas, que todo es racional, matemático, biológico, cínico. Que no hay conspiración, que no hay nada. Significa que deberíamos hablar de algo llamado anti-vida, que hasta entonces sólo aparecía en las historietas de ciencia-ficción. ¿Cómo puedes darte cuenta de que no hay nada, y aún así seguir despertando? 



lunes, 6 de enero de 2014

Norwegian Wood



Siempre me ha inquietado el mes de enero. Otro año que se despereza y se desprende del futuro y te acoge. El primer día del año en el que me desperté en Madrid fue gratificante, aunque todos los despertares lo sean. Preparé un café, miré los cristales empañados, las lluvias, y con la taza caliente en una mano, tocaba con la otra las paredes del salón. Los interiores, esa mañana, eran en blanco y negro, y los sueños, como todas las noches, habían sido extraños. Los sueños eran rojos, y también azules. Normalmente, el rojo y el azul aparecen en el día, borrando el blanco y el negro, y después venían, a empujones, el resto de colores.

Iba a ser un mes de enero violento, por esa violencia con la que azotaban los sueños. Sueños expresionistas, de novela negra y también de slasher. Cuando despertaba, se borraban las imágenes de los programas de la noche. Solía ver programas sobres espíritus, psicofonías y cosas por el estilo, y muchas películas suecas y danesas. Desayuné, me duché, puse una lavadora, pensé en el año 2040, y salí de casa. 

En la calle, suelo mirarlo todo, imaginarlo, como si fuese un extraño. Como si nada nunca hubiera estado allí. El suelo, los muros, los coches. Y pienso en quién habra escrito este año el mes de enero. Cómo podría desenvolverse. A veces parece prosa y a veces parece verso, y los instantes buenos, vistos con el tiempo, parecen telegramas. Pienso en quién nos escribe y de qué forma nos hará actuar, cuáles son los papeles que nos tocan. Cuando estoy optimista, pienso más acerca de escribirnos a nosotros. Creo que todo es más fácil cuando lo vuelves ficción. En cierto modo creas una sensación de control. Pequeños refugios contra el caos y la suerte. 

El invierno trae ese pensamiento oscuro. Hay un país de enero, donde todo siempre está despegando hacia el futuro inmediato. Ese lugar, donde sólo existe la espera al futuro, a veces colinda con el nuestro. Congelándonos en instantes esperando a ser escritos. Odio cuando no pasa nada, cuando la acción se detiene. No poder evitar vivir en interludios, en el espacio entre las viñetas. Gritando entre interiores, busco el último fotograma. 

sábado, 28 de diciembre de 2013

Vashta Nerada


Todo me aburre. Me carcome por dentro, lentamente, pero sin descanso, sin vuelta atrás. Me aburre tu frivolidad y tu lucha por creerte real. Me aburren tu indiferencia, tus maneras y tu presencia. Tengo un problema, creo que veo a través de la piel. Veo los pulmones, el sistema nervioso, los huesos, todo. Y llega el momento en el que no veo más que carne roja y triste por las calles. Hoy tampoco soy amigo de nadie.

Mi percepción de las cosas ha aumentado enormemente. Capto el olor de las arañas, que se esconden en las grietas de las aceras, en las barras de los bares, en los agujeros de tus paredes. Y no puedo con ello, porque cada vez hay más. Hay algo en el aire que se te prende en el pelo, y ya no veo más hermosas melenas al viento. Detrás de tus pupilas sólo veo máquinas y llantos. Máquinas. Esta noche, en la mayoría de canales de la tele del hotel, aparece gente haciendo el amor con máquinas. Entre los asientos jironados tras el metal retorcido, lamiendo tubos de escape, agarrando cables y gomas y pelo quemado. En los canales restantes, un predicador canta en un matadero. Él también tiene arañas. 

Estoy en una ciudad edificada como una superposición de ciudades muertas. Ciudades viejas, rotas y frías de ayer, que no aparecen en los libros ni en los mapas de carretera, y ciudades del mañana, blancas, plásticas, radioactivas, de países que aún no han nacido. Y no hay luz ni lluvias porque es una simple ensoñación. Recuerdo cuando decías que eras el fuego y la vida encarnados. Pero después de tanto humo y silencio, sólo veo, en cada rincón, carne viviente y quemada. Todo me aburre. 

Me angustia pensar que ahí fuera estás existiendo, junto con las arañas y las máquinas y la basura. Cada vez hay más. Y yo, encerrado en estos muros, le estoy escribiendo una carta a la más amplia y aterradora forma de la inexistencia. A ti, a tus huesos translúcidos, a tu condescendencia y tu deshielo, a la inhumanidad, a la nada. La nada, que se come las entrañas, la nada, que contamina el aire, la nada, que intenta expandirse entre la vida y la ficción, la nada que golpea y mata, y a la que yo tanto odio. 

lunes, 16 de diciembre de 2013

Scandinavia


Me convertí en una noche de invierno. Volví a tener el sueño, ¿sabes? Ese en el que yo caminaba entre unas ruinas, y los ojos me fulminaban y todo eso. Te lo he contado varias veces. Ahora la cuestión es que me levanto y parece que es otro tipo el que maneja mi cerebro. Bebo más café de lo habitual y visto más oscuro y siento más frío. ¿Sabes que los alemanes tienen una palabra concreta para describir la sensación de estar solo en el bosque? "Waldeinsamkeit". Lo recuerdo cada vez que veo el bosque desde el tren. Últimamente los sentidos me zumban constantemente y no se por qué. En la ciudad, el frío amenazante, la asfixia, los gérmenes del metro, todas esas cosas me despiertan la sensación de que todas mis partículas se van a dispersar y se van a largar por ahí.

Ahora sueño con el bosque. Pero el maldito bosque está atestado de gente. Todo cubierto de carne y ojos, toses, apatías. No puedes moverte sin rozar a nadie ni a nada. Y entonces son las partículas de todos ellos las que se dispersan. Mira, el verdadero problema es que no sé distinguir qué es lo que esta ahí, lo que existe, y qué no. El tiempo es una amalgama. Y es entonces cuando me bloqueo, porque salgo de la existencia completamente. Sólo veo, en la noche, un montón de imágenes aisladas: animales en formol, agujeros con hormigas, castigos crueles... Aunque ahora me pasa mucho menos. En verdad estoy mejor, aún así sigo teniendo el problema de no saber cuándo existir y cuándo ser partículas y niebla.

Pienso que a veces sólo vivo la realidad a saltos. Salto hacia un momento auténtico, real, y luego me pierdo entre humo y espejos. Sueño con los bosques, con la nieve, con las colinas, en llamas, atestadas, pero es agradable. A veces apareces entre el hielo y la nieve. Y la nieve se evapora esas noches. Y tú te deshaces, pero las partículas siguen danzando, cantándome al oído. Todo son partículas. Todo son retazos, espejos que se enfrentan y de repente son mil reflejos y ojos. 

La ciudad algunas noches se ve en blanco y negro, bloques grises y angulosos, y luces, y neones, y fieras, hasta donde alcanza la vista. Llevo ya un tiempo allí. Hasta que me sacas, hasta que salto a ese punto real. Antes de ese momento no recuerdo qué pasaba. Nunca llegué a entender mis propios saltos, mis quintas dimensiones; pero se hizo divertido, el invierno, el jazz, los recuerdos, las cartas. Yo también la encontré, ¿sabes? Cuando me decidí a poner en orden mis cuentos de ciencia ficción inacabados. Espero que la que yo te di fuese mejor que aquel borrador. Lo sentí eléctrico, temerario, visceral. Me gustó encontrarlo. 

También lo veo todo como un caleidoscopio. Todo es luz y movimiento. Y colores. Tu color rojo, la noche de invierno blanca. El rojo sobre la blanca inmensidad. Inmensidad. Lo inmenso de una noche de invierno de madrugada. Creía escribir ciencia ficción, y acabé hablando sobre ti. Las partículas se comportan de forma curiosas, escondiéndose, como muñecas rusas, asomándose entre las esquinas de mi cuarto, formando tu figura, robándome el café, lanzándome al sueño del bosque, a los cuentos inacabados, a los laberintos, a las bibliotecas. Me convertí en una noche de invierno. Y desde allí busqué, por las esquinas de lo real.

martes, 3 de diciembre de 2013

Horas


Equilibrio. Le había costado encontrar el punto de la mañana exacto en que las persianas reflejaran en su pared esas franjas de luz, horizontales, perfectas, que aparecían en las historias de detectives. Esas franjas de luz de las persianas que se proyectan sobre el héroe. Y fuma, y está solo, y bebe, y aparece la chica. La femme fatale. Sus historias iban sobre las femmes fatales o la ausencia de ellas. Le había puesto mil caras a la misma chica, a la misma idea, cien melenas al viento todas distintas, cien mañanas de resaca, cien descapotables, o taxis, o acantilados, o neones. 

Había días en los que tenía que esforzarse hasta para ser Clark Kent. ¿Qué sabía él de detectives? Una voz de mujer, lejana, sacada de una película, le susurraba a veces: "¿qué sabés vos de escribir novelas?". Se sentaba a imaginar, y con suerte salían ranas o cosas retorcidas con pelo, o cadáveres. ¡Historias sobre cadáveres, eso era! Se plantó en medio de aquello e intentó construir la historia sobre la marcha.

Había un cadáver, una mujer, cuya sombra pesaría sobre toda la historia. El tiempo se movería: presente-pasado-presente-imaginación-pasado-viaje de ácido-presente. Y el héroe, con una gabardina desgastada y una enfermedad que le comía las entrañas, se preguntaría qué diablos estaba pasando. Iba a dejarse los huesos y a sufrir, y seguramente moriría. Si el detective muere, la historia queda cerrada y la redención queda quizás más clara. El detective, el héroe, era el alter ego del escritor. 

El detective era mi alter ego. Quizás yo sería el alter ego de alguien. O de algo. Pero el detective, el escritor ficticio y yo, el escritor de verdad, estábamos unidos. Pésimamente unidos, pues nuestros movimientos no se compenetraban en absoluto, y a veces uno se perdía en su realidad y era imposible traerlo de vuelta. El detective con frecuencia se perdía en la nieve, en la página blanca. Quizás le desagradaba tener que morirse. 

A mi tampoco me gustaba que el héroe tuviera que morir para que todo luciese mejor. La gabardina, el cigarrillo... con frecuencia desaparecían y me veía a mí mismo en su lugar. Me veía resbalando inerte contra la pared, sabiendo que los buenos habían ganado. Dormía más tiempo para soñar con algo que pudiese escribirse. Un final. 

¡Principio-nudo-final, principio-nudo-final! ¡Menuda basura! En la casa de los monos me di cuenta de que esa estructura era imposible. Cuando intentas armonizar tantas realidades te acabas desquiciando. A veces las cosas cambian de lugar. La ruptura sin sentido se sitúa al principio, el detective en el acantilado es la mitad, mi alter ego naciendo entre sangre y llantos es el final. Nada tiene sentido. Y todo armoniza. Dejé de escribir sobre imaginar que escribía y conté la historia de un cadáver, y de unas franjas de luz en las persianas que... espera, eso es el final. Hubo una epidemia de flashbacks y los personajes se mezclaban y deformaban, y los niños salían del cerebro y las cosas fuera de la ciudad dejaron de importarme demasiado. No sé si era esa ciudad en concreto o pasaría en todas las demás, lo de volverme loco. Y la femme fatale (o su ausencia) se volvía de cristal y se perdía entre ecos. 

Y entonces imaginé un detective. 

martes, 19 de noviembre de 2013

Inmortus


Algo terrible ha ocurrido: un niño ha muerto, en un pequeño campo de fútbol, mientras entrenaba con sus compañeros, de una forma terriblemente insólita: una flecha lo ha atravesado; una flecha fina, blanca, que no era de madera, de metal o de plástico, más bien sacada del hueso de algún animal o persona, ¿cómo ha podido pasar? para resolver tan trágico crimen llegan (unos treinta minutos después del asesinato) los inspectores Ruiz y Gaitán, que verán en el misterio de la muerte del infante el punto de no retorno dentro de sus carreras, plagadas ambas de horrores y agobios, y que les llevará, en menos de una semana de noches sin dormir, al conjunto abandono de sus puestos de trabajo, aunque aún no lo supieran: no, en el momento en que llegan al pequeño campo comienzan a hacer preguntas rutinarias, que van de lo general a lo concreto, ¿había alguien en las gradas? no, estaban completamente desiertas, ¿alguien tenía razones para matar a ese niño? ¡imposible, sólo tenía diez años! ¿qué pasaba con el padre o la madre? su padre se estaba dirigiendo en ese momento a la escena del crimen, conduciendo con lágrimas en los ojos, hace tiempo había tenido algún pequeño roce con el crío: cuando nació le hizo socio de por vida del Real Madrid, pero el niño con el paso del tiempo había pasado a admirar al Barcelona, creando cierta enemistad surgida de esa temprana rebeldía, pero el padre quería a su chico más que a su vida, indudablemente, lo quería más incluso que a su equipo; por otra parte, ¿y la madre? se quedó en casa, en estado de shock al recibir la noticia, a pesar que el shock lo arrastraba de antes: desde que el pequeño nació y su figura y su percepción de la realidad se deformaron sin posibilidad de reajuste, así que de momento ahí estaban plantados Ruiz y Gaitán, ante el infante sin vida tendido en el suelo (había fallecido mientras ellos llegaban a la escena), y les tocaba hacer preguntas incómodas a sus compañeros y a su entrenador, mientras los padres alarmados y curiosos giraban en torno al campo de fútbol, acordonado, gimiendo por sus niños; Ruiz y Gaitán discutían sobre el sentido que tenía hacer un interrogatorio: ¿qué podrían haber visto los críos, ahora traumatizados, o para qué les serviría esbozar la personalidad de un pequeño que había muerto sin motivo aparente? si era difícil que alguien tuviese algo en contra del niño, al menos para matarlo de aquella manera extravagante, poco menos difícil era que lo matasen por sus padres: un obrero y una ama de casa anodinos que no se relacionaban más que con su círculo cerrado de familia y amigos, sin pecados del pasado y sin actos que redimir, solo un gris que se tornaba negro, y  un negro que se tornaba en un rojo oscuro que a su vez se mezclaba con el azul y granate de la camiseta del pequeño, que ahora alumbraban los focos por culpa del anochecer, mientras Ruiz y Gaitán se rompían la cabeza y el padre no llegaba, y la madre, en una línea paralela de acontecimientos, se metía en la bañera con la tostadora (sin saber que esa forma de suicidio solo ocurre en las películas, pues en la gris realidad simplemente saltaron los plomos y la pobre infeliz se veía a oscuras y desnuda sobre el agua helada y la porcelana), y los inspectores, ahora rodeados de toda clase de expertos de la policía, intentaban descifrar el ángulo desde el que pudo ser lanzada la flecha, cosa casi imposible pues ésta había sido extraída en cuanto impactó en el cuerpo del pequeño (irónicamente lo que hizo que se desangrase más rápido y muriese), y ahora tenían un arma del delito manoseada, y además partida, a causa de su fragilidad, lo que lleva a otra cuestión: ¿cómo pudo ser lanzado con tanta fuerza y desde tanta distancia algo tan frágil? estaba claro que nadie había disparado desde las gradas, y el proyectil no era adecuado para ser lanzado desde un arco, por lo tanto ¿quién se había tomado la molestia de hacer algo tan sofisticado para matar a ese crío anónimo? ¡y sin dejar huella a pesar de tantos testigos! Ruiz le preguntaba a Gaitán por qué la gente hace éstas cosas, Gaitán le contesta que el ser humano está loco, sobretodo el ser humano madrileño, una variante aún más sádica; Ruiz, tosiendo, le dice que cogerá una pulmonía, que ya está viejo, que siga sin él, Gaitán le anima a seguir, mientras su compañero continúa con la tos, cada vez más derrotado, y se encorva y se agarra a las gradas, y dice que ésto es un castigo del más allá, que el niño debió ser Hitler en otra vida y alguien lo sabe y le ha lanzado una flecha desde otra realidad, pero Gaitán lo sostiene, le saca sus delirios de la cabeza, le dice que se han enfrentado a casos más atroces ("recuerda el caso Mingolla", dice), cuando justamente entra en escena el padre, rompiendo el cordón policial como en las películas, agarrando al viejo Gaitán, cuando éste se mira la chaqueta y la encuentra ensangrentada: la sangre de las manos del padre arrepentido, aún fresca, ¡él era el culpable! aunque Ruiz mira detenidamente mientras se acerca: la sangre es del vientre del propio padre, que llegando a la escena ha chocado su coche (aún sin terminar de pagar) contra un poste y se ha clavado violentamente la palanca de cambios en el abdomen, y el monovolumen, a lo lejos, después de arder, se asemeja a una flor pisoteada, mientras el padre, con su camisa (blanca) manchada, cae al lado de su hijo con su camisa (granate, azul y granate) manchada, y los inspectores ven cómo se esfuma el testigo más importante, en sus mentes tiran sus placas al unísono; tienen que pasar tres días, con sus tres noches de insomnio, para que llegue hasta ellos (mediante los periódicos) la solución al crimen: un excéntrico millonario, enfermo terminal de sida, se lanzó desde su avión privado con cinco tipos de explosivos pegados al cuerpo, para despedirse con estilo de la vida, en forma de fuegos artificiales de entrañas y dolor, mientras todos miraran al cielo; aunque no contaba con que un importante partido, retransmitido por todas las teles del país, alejara todas las miradas de las calles, y más aún de los cielos, y el único resultado fue una sonora explosión (que sonó al mismo tiempo que se marcaba un gol) y un trozo de fémur que salió disparado hacia un crío que sostenía entre sus piernas un balón, ¿era ese el fin del caso? aquella explicación de novela barata, aquel deus ex machina de pesadilla, causó el abandono conjunto de los inspectores Ruiz y Gaitán, que sobre la mesa de su superior lanzaban la placa, la pistola reglamentaria, y la pistola del tobillo, alejándose a un sucio bar de Madrid a compartir alcohol y llantos, sin saber que la explicación de los periódicos maquillaba una horrible verdad: una flecha de hueso arrojada a través de un agujero en el tiempo había caído, como un relámpago, sobre la pequeña reencarnación de Hitler, mientras jugaba al fútbol.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Goodbye Blue Sky





Recordó, antes de morir, que sus labios sabían a ácido. Entonces un cielo verde le quebró los huesos. Pero no siempre estuvo muerto. Vio pasar ante sus ojos, antes de romperse como una rama, todos los aciertos de una vida. Cómo se devoraban sobre el sillón de terciopelo, mientras las agujas del reloj de pared, incandescentes, les decían que no había nada que temer, que tenían todo el tiempo. Cómo, en aquel concierto, los vientos de la noche le traían el olor del verano y la maría. Cómo, mientras la tormenta arrancaba las paredes, él debía saltar entre vías de tren. El cielo, verde y suave, lo acariciaba primero, para después destrozarlo contra la tierra. 

Iba a subir a la azotea, de eso se acordaba. No, de hecho, subió a la azotea. Se preguntaba que era lo que le obligaba a trepar hasta allí. Quizás fueron los hombres de la Luna de aquella película de Méliès. Danzaban entre la gente de la Tierra, coloreados uno a uno, fotograma a fotograma. Él sentía que sus fotogramas estaban muy mal coloreados. Que a veces era de un color resplandeciente y vivo, pero otras veces era celuloide viejo y recuerdos en sepia. Miró sus manos y distinguió el movimiento de los fotogramas. Veinticuatro por segundo, puede que incluso más. 

La gente, el tiempo, los lugares que había visitado... Todo eran máquinas, máquinas encubiertas. La gente que siempre lo había rodeado no eran más que proyectores. Lo imaginaban, pensaban que existía, y entonces podía verse proyectado en este mundo. Él pensó que no era nada más que una proyección. Y nada menos. La ciudad era un mapa de proyectores que lo traían al lugar y al momento. Y el tiempo... en el mapa del tiempo nunca sabía realmente dónde lo estaban proyectando. 

Al ver que no era más que una proyección del mundo viviente, pensó que nada podía hacerle daño, y saltó de la azotea. El suelo se lo tragaría y aparecería en la otra punta del mundo, o bajaría al suelo flotando sin recibir dolor, o incluso podría salir volando y dejar atrás todas esas sensaciones ilusorias. Saltó.

Se precipitaba hacia el suelo a toda velocidad. Durante la caída comenzaba a darse cuenta de que todo era real. Antes de estrellarse contra el asfalto se dio cuenta, y todos sus fotogramas tomaron color. Desde aquella perspectiva, rompiendo el viento en dos, con la piel de gallina, consiguió darle sentido a la realidad. Aunque fuera a romperse inmediatamente después. ¿Era él, finalmente, una proyección del mundo, o era al revés? Era todo tan caótico que posiblemente la pregunta estuviera equivocada. 

Pero antes de encontrarse con la Tierra, ocurrió algo. Flotó, durante una milésima de segundo. Y resultó que no se estaba lanzando al suelo: la Tierra, y el cielo, que se había vuelto verde y tranquilo como una pradera infinita, se empezaban a unir, como conspirando, para aplastarlo a él en el medio. Las leyes de la física y la lógica, durante milésimas de segundo, se esfumaron para darle un final digno al hombre de los fotogramas. El cielo y el asfalto lo quebraron y volvieron ambos a su lugar. Mientras yacía en el suelo, antes de apagarse, recordó el sabor ácido de los labios de ella. 

Aunque nadie vio el extraño fenómeno de la muerte del hombre de los fotogramas, y sólo lo encontraron hecho pedazos sobre una acera, sí que verían pronto algo insólito, inexplicable, que perduraría hasta el fin del mundo: el cielo se había vuelto verde...

martes, 29 de octubre de 2013

A l'interieur


Una noche, una honrada cucaracha se despertó convertida en hombre. Llena de insomnio y jaquecas, una vez acostumbrada al pelo y a los dientes y a la piel, salió de su casa, un agujero de alfiler en la pared de un fumadero de opio. Llovía mientras pestañeaban las farolas. Estaba lleno de miedo, pues un relámpago podría acabar con una simple cucaracha como él. Salió a buscar respuestas, mientras por el camino pensaba las preguntas. 

Él era feliz siendo cucaracha. El tiempo era ligero y además podía perderse entre corrientes de aire. No quería ser como los humanos, que eran todo carne, metal y jaquecas. Buscó en la estación de metro abandonada, lejos del bullicio de la carne y la apatía. Decían, las voces de sus paredes, que allí habitaban hombres rata, metamorfosis fallidas como la suya, criaturas pálidas que anhelaban la luna y el color del cielo nocturno. Arropados en sábanas viejas y fumando sus propios cabellos, envueltos en fino papel que antes fue su piel, aconsejaron al hombre-cucaracha. Alcanzó a entender la mitad de las palabras del idioma de las ratas. Hablaban de un Insecto Líder.

El Insecto Líder, vicario del Ojo que Todo lo Ve, dominaba a sus sirvientes desde un mundo extracorpóreo. Podían acceder a él mediante viajes de ácido o a través de espejos en turbios locutorios. Ordenaba tareas incomprensibles para servir a su causa. Raptos de mujeres jóvenes, pedazos de vagabundos muertos, zumos pasados de fecha. Sólo el Ojo sabía sus propósitos. Y el Ojo era caos y terror. Cuando el Insecto Líder hablaba, lo hacía con tu propia voz de cuando eras niño. Pasado un tiempo, siempre acababas oyendo tus propios llantos de bebé, en la noche, en espiral, hasta que morías, infinitamente.

Los hombres rata temían al Insecto Líder y al Ojo, porque eran el yugo que ahorcaba a los invisibles y solitarios en el frío de la noche. Eran las columnas que sostenían la ciudad, estaban en la Puerta del Sol y en el Ángel Caído y en los neones grasientos de los puticlubs. Y el Insecto Líder era la voz del caos electrizante, pero tenía las respuestas. El hombre-cucaracha lo buscó tanto que los resortes del tiempo y las cosas no significaron nada para él. Los parpadeos de las personas eran guillotinas chirriantes, y en los aleteos de las palomas que se paseaban entre las terrazas, veía huracanes en Dinamarca. 

El Insecto Líder al final lo miraba en los escaparates, guiñándole sus ojos de mosca. Lo miraba desde las bocas de las alcantarillas. Reflejaba su silueta en los semáforos, en colores malva. Respiraba y tragaba y escuchaba ácido. Y la ciudad era una pesadilla lluviosa. Llegó a perder la noción de su propia historia. ¿Era una cucaracha, un hombre, un diablo que siempre se equivocaba al escoger? 

Encontraba la respuesta dolorosa a las preguntas que siempre acababa formulando: ¿Por qué yo?¿Por qué tú? ¿Por qué todo esto?

Mientras buscaba aprendió a caminar y a hablar y a fingir como un humano. Fingía que le importaba lo que los humanos fingían que les importaba. Caminó erguido y aprendió a mirar al infinito en el metro. Eligió su música de metro y su ropa adecuada al calor del metro. Y aún así seguía viendo al Insecto Líder entre los cables negros y sucios que veías cuando pasabas a toda velocidad. Visitaba sus lugares comunes y fingía empatía. Olvidó que buscaba lo imposible. Sólo recordaba que estaba buscando respuestas, curas contra su soledad, curas contra su desapego constante y progresivo de la realidad. 

Pero siempre salía el insecto, fuera o dentro de sí mismo. Y poco a poco perdía su humanidad y su piel para volver al agujero en la pared del fumadero de opio. Donde no había multitudes ni mentiras. Se dejó su humanidad en la trastienda pensando que aquello no estaba hecho para él. Y afuera, la lluvia que cala los huesos, mata y resucita, mata y resucita...

miércoles, 16 de octubre de 2013

"Lightning Bolt"


Me despierto como un relámpago y caigo en tu maldita mente. Cuando he llegado a casa se me ha ocurrido escribir algo con el título "Lightning Bolt". Es un título con mucha fuerza, así que he pensado en empezar con fuerza. Verdaderamente no sé sobre qué escribir. Hoy iba en el metro leyendo "Matadero 5" de Vonnegut y he decidido que Vonnegut es tan jodidamente genial que hoy no iba a escribir nada. Pero aquí estoy. 

El metro siempre es una buena fuente de historias, por cierto. Hoy un buen amigo mío me contó una historia que se le ocurrió sobre el metro de París. No hay cucarachas, como suele haber en mis historias, pero es igualmente muy buena. Me niego a escribirla, porque es suya y siento como si violase su mente o algo así. A veces pienso en leer las mentes de las personas para encontrar más fácilmente las palabras que las hagan explotar. Y cosas por el estilo.

Ahora es de noche, y la noche también es una buena fuente de ideas. Cuando las cosas se oscurecen es más fácil que la imaginación se dispare. Por eso la gente tiene miedo a la oscuridad: su imaginación se dispara y piensan que va a haber monstruos o algo. Aunque la mayoría de los monstruos se ven a la luz del día y parecen completamente normales. Tú mismo podrías ser un monstruo y no saberlo. 

Escucha atentamente: posiblemente seas un monstruo en alguna parte de tu cerebro. Las personas tienen una parte monstruosa que cuando se activan ciertas sustancias nocivas sale a la luz como un relámpago. Re-lám-pa-go. Es una palabra que me encanta. ¿Sabes cuál me encanta también? Exoesqueleto. Pienso en un exoesqueleto que ayude a los huesos de la realidad a moverse. Lo que intento hacer escribiendo toda la basura que escribo es algo así. Reforzar la realidad con un esqueleto secundario construido fuera de ella. Frío y nuevo. 

Pero corres el riesgo de que se te caiga encima mientras lo construyes, y a mí me ocurre todo el tiempo, la verdad. Algún día me matará, pero hay que arriesgarse. Pienso que si no refuerzas la realidad, o si no la cuestionas, tarde o temprano explotará y las demás realidades nos engullirán a todos. Kilgore Trout, un personaje de Vonnegut, hablaba de que los espejos eran desagües entre realidades. Quizás sea cierto, y la persona a la que veas en el espejo cada mañana sea de otra realidad totalmente errónea, y la persona que seas en ésta realidad es mucho más sorprendente de lo que crees. 

Y la noche y el metro y los relámpagos se cruzan y no me dejan pensar. Tú tampoco me dejas pensar con claridad. Nadie sabe a que "tú" me refiero. Ni , lo sabrás, porque otra de las palabras que me gustan es "ambiguo". Hay ciertos monstruos en mi cabeza devorando unas cosas y otras, pero me siento optimista. Eso es el relámpago que decía, la folie, dicen los franceses. ¡La locura! Ciertas pequeñas dosis de locura acaban con casi todos los monstruos. El humor viene en muchas de esas dosis. Si no tienes humor eres puta carne muerta y apática. Suenan las sirenas y le arranco la falange del dedo a un pobre tipo, de un mordisco. Doy saltos en el tiempo. Caigo en la cuenta de que al tipo que vi morir en ese aeropuerto en mi infancia era yo mismo. Doy más saltos en el tiempo. Y te veo. Y así sucesivamente.   

domingo, 13 de octubre de 2013

So it goes


"Hay otro Madrid encima de este" decía. Ella estaba en el suelo y desvariaba, y yo seguía haciendo presión en su herida, entre ambos pechos. La noche parecía en blanco y negro. El maldito Retiro eran todo grises bajo esa luz. Esa puta luna dudo que existiera, en realidad. Debería contar el origen de esa situación, ¿verdad? Supones que es el rollo de empezar por el final para causar impacto y retroceder al principio de las cosas. Crees saberlo todo de mí por como hablo, ¿no es cierto? Bien, te contaré el origen de esta mentira.

El principio... bueno, digamos que sí, había otro Madrid, pero debajo de este. Lo sé porque lo hice yo. Me preguntarás por qué, y no sabré contestarte. Evasión, supongo. Un mecanismo de evasión: el Madrid de verdad tiene mucha gente, de un lado a otro, agobiante, las calles huelen a carne, saturada, pedigüeña, o elegante, da igual, son carne, maldita carne apática. Es por eso que el Madrid de abajo no tenía casi gente. O tenía cuando yo quería. Para eso era el Madrid de abajo y era mi invención, ¿no? Otra cosa que añadí fue un montón de animales inventados. No me gustaban nada los pocos animales que había en el Madrid de verdad. 

Así que traje, por ejemplo, una nueva clase de rana que emitía chillidos, que a veces podían alcanzar la frecuencia exacta que hiciera que a uno le reventasen todos los vasos sanguíneos del cuerpo. Y también unos perros que podían trepar y adherirse a las paredes, por lo que los edificios estaban llenos de perros de aquellos en las fachadas, imagínate: todos los edificios de la Gran Vía, o las torres Kio, o esos sitios grises de Madrid, llenos de animales fantásticos trepadores. Muchos traían consigo enredaderas. Y las enredaderas traían consigo una nueva especie de parásito que convertía a la gente en gelatina durante ciertas horas del día. 

Y cosas por el estilo.

El Madrid de abajo en principio no tenía problema, no colindaba con la realidad, pero poco tiempo después empezó a enrarecer la atmósfera y a liarlo todo de forma espantosa. Obviamente, todo era cosa de mi cabeza. Y me di cuenta de que sólo se enrarecía mi atmósfera. Cuando iba a clase, o en el metro, o en casa, todo lo que me rodeaba temblaba y se difuminaba y cambiaba de color. Las realidades hicieron algo más que colindar. 

Entonces todo se superponía y yo veía ambas partes, lo que se supone que debía ser, por un lado, y mi invención, por otro. Al final me dio igual, y la gente se acostumbró a mi comportamiento errático. Y los animales y los colores y los sentidos del reino mental cada vez salían más a flote, era una auténtica pena que solo yo viese todo eso. Salían serpientes enormes de las aguas del Retiro. Serpientes con brazos y todo, es cierto. ¡Ah, el Retiro! Ahí empezaba de alguna forma la historia que he empezado a contar, ¿no es cierto? Bueno, esa chica, la de la herida en el pecho, también la inventé yo. No me imagino como debe sentar saberlo.

La cuestión es que en el Madrid de abajo, una de las pocas personas que me interesó crear fue esa chica. Al final, todas las demás personas de ese lugar se esfumaron porque la imagen de esa persona ficticia, de esa ensoñación, tenía una señal más potente que las demás cosas. Pronto se empezaron a ir no solo las demás personas del Madrid de abajo, sino también los animales y los colores vibrantes y los sonidos exóticos. Pero, ¿sabes quienes no se fueron? Las cucarachas. Eran un efecto secundario de inventar otro mundo. Cuanto más grande sea la realidad que inventes, más se te puede ir de las manos. Si no te ocupas de que sea nítida todo el tiempo, esa realidad se te llena de cucarachas. Empiezan a meterse entre las cosas y a romperlas y hacerlas temblar y destruyen a las personas y a los acontecimientos pasados y futuros, y convierten el presente en una mancha gris.

Así es como llegué a ese Retiro de color gris que parecía blanco y negro. El Retiro se quedó como una isla solitaria cuando las cucarachas devoraron el resto del Madrid de abajo. Se habían vuelto grandes y gordas, y vestían como gangsters. Imagina cómo crujían cuando las matabas. Agarré mi ensoñación y la llevé al retiro, pensando que la dejaría a salvo en alguna parte. Pero la dispararon. Un disparo certero entre ambos pechos. Y así me vi, presionando la herida, ya sabes. Y las cucarachas se acercaban con sus pistolas y sombreros y trajes baratos. 

Y les dije que me llevaran y que me hicieran ficticio a mí. Y su disparo se movió como la luz de una lupa, por todo su cuerpo, y pasó a mí. Allí se quedó, en mi frente, como un tercer ojo. El humo subía, y ella estaba tranquila. Me arrastré al agua y me sumergí, y todo se movió. Dicen que el mundo se ha movido mucho desde entonces, pero yo no lo sé, porque soy ficción. Espero que ella esté bien en el Madrid de verdad, y que lo haga un poco menos gris y vuelva a traer serpientes y enredaderas, y colores nuevos. La realidad, supuse, siguió su curso sin mí.

Y cosas por el estilo.  

miércoles, 2 de octubre de 2013

Eleanor Rigby


Nos preguntaban los Beatles en su canción 'Eleanor Rigby' de dónde viene la gente solitaria, a dónde pertenecen todos ellos. Mi editor imaginario me pidió que escribiese sobre gente solitaria, sobre la soledad. Un editor imaginario siempre está bien, te anima a seguir escribiendo y no es un peligro real, solo un recordatorio, y al ser imaginario puedes hacer que se esfume cuando quieras, o matarlo. 

Pensé en la gente solitaria, club que a menudo frecuento. Paseé por Toledo. Voy a subir a la biblioteca, me dije, al acordarme de la soledad entre los libros llenos de polvo, que cuentan historias que no me interesan, igual que la mayoría de gente que conozco. Miré en la sala de ordenadores: me encanta ese lugar. Había embarazadas extranjeras, aguardando el wi-fi como la redención. Niños que tenían pinta de llevar meses sin ir al cole. Chonis, gitanos desdentados, hombres grasientos que parecían de mirar porno barato. Amaba esa soledad ridícula, y acercarme a ella, y largarme rápido. 

Días después fui a Madrid. En el metro, los Beatles seguían preguntándome. Dónde van, preguntaban. Y esa gente, ¿qué? Me perturbaba que hiciesen esa pregunta. ¿Debía haber un desagüe, una puerta a otra realidad, donde van los invisibles y los desheredados? ¿Aquellos que reparten flyers de pubs moribundos se acaban colando entre las grietas? Me preguntaba cuantos silencios en las redes sociales eran necesarios para que un adolescente cualquiera cayese por el sumidero.

Y abajo en el metro, mientras las pantallas me enseñaban niñas chinas muertas y enterradas, observaba a la gente. Un hombre adulto mira a una niña de la universidad. La niña, que no es gran cosa, se percata de aquello y piensa si no será el último hombre. Tiene miedo y piensa que todo va a ir mal. Él la imagina sin adornos, como carne cruda, y ella casi le lee el pensamiento. Y una anciana muestra sus piernas como pan integral bajo una falda de visillo de salón. Un hombre sin brazo tanteaba el terreno: los horarios de la mañana, la gente. Se planteaba salir a pedir limosna. No se ve empujado a hacerlo pero quiere un sobresueldo. Es uno de esos mancos cuyo muñón culmina en un pequeño pedazo de carne muerta que hace que su brazo parezca un embutido. 

Si quieres saber un pequeño y sucio secreto, te contaré algo que hago cuando me siento solo. Abro internet y busco reality shows, concretamente aquellos con gente cantando. Y más en concreto, aquellos en los que la gente fracasa y se va por la puerta de los perdedores (a veces se confunden y les tienen que indicar) y las cámaras les graban y dicen unas tristes palabras. La depresión y soledad es un reality. Si bien pocas veces me hace sentir menos solo, sí que le da a la soledad un giro divertido, una casi redención. Entiendo entonces que efectivamente todo es una maldita puta broma. Todo.

Vi un señor de sesenta años que afirmaba estar en plena forma para cantar y hacer de todo. En serio, se puso a hacer flexiones en el plató. El jurado, que siempre suelen ser tres tipos desagradables (que verdaderamente no triunfaron, su valor es el de fracasos profesionales, reconocidos, que se aceptan a sí mismos) lo rechazaron rápidamente. Su mirada se apagó y envejeció de golpe hasta los setenta. Y otro pobre diablo, había llegado al estudio en autostop. No se daba cuenta, en verdad, de que su voz era estridente. Los ojos se le hundían en el cráneo. El jurado le preguntó qué pensaban su familia y amigos acerca de aquella fijación por intentar ser artista. Les dijo que ni familia ni amigos le apoyaban. El idiota se fue haciendo autostop desde Dios sabe donde para que lo diesen con la puerta en las malditas narices. Contra viento y marea. Aunque fracasado, era un ejemplo inequívoco de fuerza de voluntad.

 Yo solía tener de eso. Solía hacerme gracia.

Y seguían preguntándome por la gente solitaria, las voces de mi cabeza. Quizás algunos lo aceptaran, como vivir en el bosque con los lobos, y otros luchasen contra ello toda su vida, pensando que tenían tanto amor que dar, que se les saldría por los poros de la piel. El adolescente que moría en cada concierto de indie, el viejo que se pudría imaginando bragas negras con las sombras de las faldas. Aquello presente en el aire y las entrañas, aquello por lo que odias a esta puta ciudad y por lo que a la vez no puedes resistirte a venir. Hay una fuerza imponente dentro de todos que nos llama a luchar contra la nada, a dejar constancia. A llamar a los otros y decirles que hay hilos invisibles que unen y conspiran, que también quemas fotos, que no todo es tan terrible. 

Que no todo es tan terrible.

Que es una todo una broma que gira y se mueve entre las cosas. Y los espejos, como desagües, nos comunican. De ahí, señor McCartney, viene la gente solitaria. 

miércoles, 25 de septiembre de 2013

En el cielo no hay alcohol



Juan Antonio Castillo era un músico español. Formaba parte de un grupo, Pabellón Psiquiátrico, para el que componía y cantaba. En 1992 el grupo se separa y decide ir por libre. Su nombre artístico a partir de entonces sería Juan Antonio Canta. Debió ser un tipo interesante. Tenía un irreconciliable lado bohemio: iba de aquí para allá tocando y cantando, en un sitio y en otro, con su pelo enmarañado y sus gafas de culo de botella, a veces se dejaba bigote solo en la mitad de la boca. Llevaba una expresión seria y distraída, taciturno, pero muy inteligente, y con un curioso sentido del humor. No tenía una gran voz, pero sus canciones eran extrañas, surrealistas, divertidas. 

Una de sus canciones hablaba de un hombre cuya mujer muere en un submarino y que yace en el fondo del mar. El pobre tipo se acuerda de ella cada vez que como pescado. Otra habla sobre la desolación que le causa Madrid a un hombre de provincias. Otra, sobre su amor platónico, Catherine Deneuve. Yo la recordaba en 'Repulsión' de Roman Polanski, siendo atacada por manos que salían de los muros y degollando pobres diablos. Una de las canciones que creó se llamaba 'La danza de los cuarenta limones', no tenía demasiado sentido. Un día, un tipo de la tele le escuchó cantarla y pensó que sería divertido ver a Juan Antonio tocarla en todos sus malditos programas. Lo metió en un plató y lo rodeó de bufones disfrazados y mujeres con poca ropa revoloteando alrededor de él. Cantaba hierático entre los monstruos de circo de la tele. Debió de ser un verano de pesadilla. 

Su historia me hace saltar atrás en el tiempo y acordarme de La Última Cacería de Kraven. Es el título de una de las historias más aclamadas que se hicieron nunca sobre Spiderman. En 1987 el escritor J.M. Dematteis escribe esta historia, donde Kraven el Cazador, denostado villano de Spiderman, decide derrotar al héroe antes de quitarse la vida con honor. Kraven el Cazador nunca lo tuvo fácil.

No era un villano especialmente carismático: Kraven no mostraba la imponente locura del Duende Verde, que fue capaz de desenmascarar al héroe o matar a su amada. Tampoco tenía la inteligencia o la presencia del Doctor Octopus. Kraven, uno de los primeros villanos del hombre araña, era un tipo de la selva que se enfrentaba a Spiderman con lanzas, o redes, o trampas para animales, mientras llevaba unos ceñidos pantalones con un estampado de leopardo y un terrible chaleco con la cara de un león. Kraven el Cazador era lo que se dice un freak.

El término freak se adaptó pobremente a España deformándose en 'friki'. Aquí llamábamos frikis a todos los capullos que salían en televisión haciendo idioteces. En los 80 y 90 se llevaban mucho. Había un palurdo desdentado que contaba chistes malísimos que no se entendían, y otro palurdo desdentado y además jorobado, que no sé que hacía, simplemente iba allí y decía que era homosexual y cosas así, y también un transexual que se creía una diva. Los tipos de la tele decidieron meter a Juan Antonio en ese saco. Juan Antonio cantaba una canción, la canción de los limones, y con eso se quedó para siempre. Tiraron a la basura su humor melancólico y le volvieron loco. Era el hombre de los limones, un tipo que salían en televisión, un chiste, un gag, un pelele. Juan Antonio pierde así su propia identidad. No está seguro de haber hecho más canciones, no está seguro de haber existido antes de eso, no es capaz de razonar qué hay más allá de aquello. 

Pero antes, antes... Kraven el Cazador deja sin sentido al hombre araña y lo entierra vivo. Se pone su traje y empieza a suplantar su identidad vigilando Nueva York por las noches. Kraven no ve al hombre, sólo a la araña. Es un orgulloso cazador de la vieja Rusia. Establece que todo ser viviente tiene una Araña en algún momento de su vida. 

Cada hombre, cada mujer, cada nación, cada época tiene su Araña. Tú has sido la mía. ¡Qué gran peso! ¡Qué gran... honor!

Esas fueron las palabras de Kraven el Cazador. Spiderman sale de su tumba, lucha con Kraven, el villano lo tiene casi derrotado, pero le deja marchar. Ha comprendido: se ha enfrentado a su Araña. Me pregunto, todavía, cual fue la Araña que tuvo Juan Antonio. El héroe se marcha y Kraven, lleno de honor, se mete una escopeta en la boca y dice adiós al mundo. El cómic fue publicado en 1987. En ese mismo año, Pabellón Psiquiátrico publican su primer disco. En su portada, aparece Juan Antonio, con un maquillaje que simula su cara desgarrada, apoyando una escopeta contra su boca. ¿Qué quiere decir todo esto?

En 1987, Kraven el Cazador se vuela la puta cabeza.

Años después, Juan Antonio Castillo se ahorca en su sótano.

Me resultaba triste pensar que uno era el vencedor y otro el vencido. Nunca llegué a saber si el artista encontró a su Araña y la derrotó antes de morir. Todos tenemos una Araña, un objetivo a batir, un fantasma que tarde o temprano debemos dejar de escuchar, hacer que se desvanezca, pasar por encima de él. Es un misterio si aquel hombre, como Kraven, lo consiguió. Quizás dejó un legado y consiguió hacerse escuchar después de muerto, venciendo así a sus monstruos. Quizás después su identidad quedó despejada. Quizás no fue derrotado por su Araña después de todo. Aunque solo dejase silencio.

"Acuna las almas perdidas de los que pensaron que había que apostar por lo que no se tenía", dijo él.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Elecciones múltiples


Soñé con ser un hombre múltiple. Descomponerme en varios seres, cien versiones de mí mismo. Pero no podría ser, de ninguna manera, un ejército de inseguridades y complejos y miedos enterrados, así que cada uno debía de tener una personalidad distinta a la mía. Cada copia triunfaría en algún aspecto en el que yo hubiera fracasado. Unos podrían ser mentes maestras o triunfadores, o simplemente personas seguras de sí mismas; aunque otros bien podrían convertirse en cabrones violentos y sociópatas.  

Tenía curiosidad por ver cómo se desarrollarían en el mundo todas esas copias de mí mismo, como ramificaciones de mi propia existencia, de forma egoísta pensé en hacer míos sus logros, y suyos mis fallos. Si alguno triunfaba podría matarlo y suplantarlo, pensé al principio, pero no sería capaz de eso. Sólo mantendría el contacto y vería el desarrollo de sus vidas. Sería un juego de ensayo y error, ver qué funcionaría y qué no, imitar a mis clones y aprender de sus personalidades, sin saber que venían todas de mi personalidad propia, y sería un círculo vicioso al final de todo. Y estaría viendo sus vidas mientras la mía se quedaba ahí parada. Eran vidas paralelas, al final de todo. ¿Me pasaría la vida mirando las de mis copias?

Sería una opción terriblemente cobarde. Desgastar la vida mirando otras vidas. Prestando atención a otros sujetos. Tendrían mi piel y mis tripas, pero más adentro, mucho más adentro, estarían hechos de un material distinto al mío. Serían tan distantes que los acabaría odiando. Era imposible que fueran almas gemelas a la mía, si es que las copias poseían alma. Serían caparse de clonarse a sí mismas también y el mundo se llenaría de más y más de ellos, y se reproducirían también follando con mujeres a las que yo no conocería, y predicarían su palabra en todas partes, y dejarían su huella en el mundo, y al final por mucho que cambiasen y se distanciasen del original, del alma verdadera, serían tan imperfectos y miserables como cualquiera. 

Me obsesionó tanto la idea que creé un montón de vidas paralelas en mi cabeza. No dejaba de imaginar el espectro de posibilidades que tendrían todos mis yo alternativos. Me obsesioné pensando en el desarrollo de la vida de personas que no deberían importarme un carajo. Me ahogué en problemas inexistentes, pasé noches sin dormir imaginando las elecciones múltiples de un yo hipotético, elecciones que seguramente nunca llevaría a cabo o que directamente eran imposibles de realizar porque solo eran sombras del pasado. Quería vivir tantas vidas que me olvidé de la realidad y todo se emborronó y cayó en picado. Sólo pude combatirlo con cinismo e insomnio, una vez me atreví a levantarme. Pronto, las copias, los hombres múltiples, los futuros posibles, fueron desapareciendo. Toda esa idea quedó enterrada al fin. Eliminé todo horizonte de expectativas. No habría más copias ilegítimas ni finales pactados. 

Al final me importó una mierda el camino que tomasen los demás.