Nos preguntaban los Beatles en su canción 'Eleanor Rigby' de dónde viene la gente solitaria, a dónde pertenecen todos ellos. Mi editor imaginario me pidió que escribiese sobre gente solitaria, sobre la soledad. Un editor imaginario siempre está bien, te anima a seguir escribiendo y no es un peligro real, solo un recordatorio, y al ser imaginario puedes hacer que se esfume cuando quieras, o matarlo.
Pensé en la gente solitaria, club que a menudo frecuento. Paseé por Toledo. Voy a subir a la biblioteca, me dije, al acordarme de la soledad entre los libros llenos de polvo, que cuentan historias que no me interesan, igual que la mayoría de gente que conozco. Miré en la sala de ordenadores: me encanta ese lugar. Había embarazadas extranjeras, aguardando el wi-fi como la redención. Niños que tenían pinta de llevar meses sin ir al cole. Chonis, gitanos desdentados, hombres grasientos que parecían de mirar porno barato. Amaba esa soledad ridícula, y acercarme a ella, y largarme rápido.
Días después fui a Madrid. En el metro, los Beatles seguían preguntándome. Dónde van, preguntaban. Y esa gente, ¿qué? Me perturbaba que hiciesen esa pregunta. ¿Debía haber un desagüe, una puerta a otra realidad, donde van los invisibles y los desheredados? ¿Aquellos que reparten flyers de pubs moribundos se acaban colando entre las grietas? Me preguntaba cuantos silencios en las redes sociales eran necesarios para que un adolescente cualquiera cayese por el sumidero.
Y abajo en el metro, mientras las pantallas me enseñaban niñas chinas muertas y enterradas, observaba a la gente. Un hombre adulto mira a una niña de la universidad. La niña, que no es gran cosa, se percata de aquello y piensa si no será el último hombre. Tiene miedo y piensa que todo va a ir mal. Él la imagina sin adornos, como carne cruda, y ella casi le lee el pensamiento. Y una anciana muestra sus piernas como pan integral bajo una falda de visillo de salón. Un hombre sin brazo tanteaba el terreno: los horarios de la mañana, la gente. Se planteaba salir a pedir limosna. No se ve empujado a hacerlo pero quiere un sobresueldo. Es uno de esos mancos cuyo muñón culmina en un pequeño pedazo de carne muerta que hace que su brazo parezca un embutido.
Si quieres saber un pequeño y sucio secreto, te contaré algo que hago cuando me siento solo. Abro internet y busco reality shows, concretamente aquellos con gente cantando. Y más en concreto, aquellos en los que la gente fracasa y se va por la puerta de los perdedores (a veces se confunden y les tienen que indicar) y las cámaras les graban y dicen unas tristes palabras. La depresión y soledad es un reality. Si bien pocas veces me hace sentir menos solo, sí que le da a la soledad un giro divertido, una casi redención. Entiendo entonces que efectivamente todo es una maldita puta broma. Todo.
Vi un señor de sesenta años que afirmaba estar en plena forma para cantar y hacer de todo. En serio, se puso a hacer flexiones en el plató. El jurado, que siempre suelen ser tres tipos desagradables (que verdaderamente no triunfaron, su valor es el de fracasos profesionales, reconocidos, que se aceptan a sí mismos) lo rechazaron rápidamente. Su mirada se apagó y envejeció de golpe hasta los setenta. Y otro pobre diablo, había llegado al estudio en autostop. No se daba cuenta, en verdad, de que su voz era estridente. Los ojos se le hundían en el cráneo. El jurado le preguntó qué pensaban su familia y amigos acerca de aquella fijación por intentar ser artista. Les dijo que ni familia ni amigos le apoyaban. El idiota se fue haciendo autostop desde Dios sabe donde para que lo diesen con la puerta en las malditas narices. Contra viento y marea. Aunque fracasado, era un ejemplo inequívoco de fuerza de voluntad.
Yo solía tener de eso. Solía hacerme gracia.
Y seguían preguntándome por la gente solitaria, las voces de mi cabeza. Quizás algunos lo aceptaran, como vivir en el bosque con los lobos, y otros luchasen contra ello toda su vida, pensando que tenían tanto amor que dar, que se les saldría por los poros de la piel. El adolescente que moría en cada concierto de indie, el viejo que se pudría imaginando bragas negras con las sombras de las faldas. Aquello presente en el aire y las entrañas, aquello por lo que odias a esta puta ciudad y por lo que a la vez no puedes resistirte a venir. Hay una fuerza imponente dentro de todos que nos llama a luchar contra la nada, a dejar constancia. A llamar a los otros y decirles que hay hilos invisibles que unen y conspiran, que también quemas fotos, que no todo es tan terrible.
Que no todo es tan terrible.
Que es una todo una broma que gira y se mueve entre las cosas. Y los espejos, como desagües, nos comunican. De ahí, señor McCartney, viene la gente solitaria.