jueves, 27 de febrero de 2014

Carcosa


No sabía con certeza si, mientras caminaba como un fantasma por Carcosa rememoraba el último polvo, o si por el contrario, durante su último polvo se estaba viendo a sí mismo en Carcosa, caminando como un fantasma. 

Se había encontrado viviendo su vida y su no-muerte a la vez. Entre las ruinas de Carcosa escuchaba los gemidos fantasmales, como ecos, de aquel otro momento de su vida. En el cuello de ella, con el pelo enmarañado y recogido a un lado, resbalaba una gota de sudor. En Carcosa, aquello se convertía en una sombra, resbalando apresurada por unas ruinas, y perdiéndose bajo la tierra. Los surcos siniestros en el asfalto de Carcosa, creados por alguna fuerza más allá de lo humano, se convirtieron en arañazos en su espalda. 

No entendía cómo había llegado a esa ciudad, que sólo aparecía en historias y en sueños. No sabía por qué estaba en ruinas, qué le había pasado a Carcosa, que debió ser tan grande en el pasado. Quizás él también estuviera en ruinas, y Carcosa fuese su reflejo. Las ruinas se extendían como una plaga por su futuro cercano, que se plegaba sobre sí mismo y nublaba su visión. El tiempo dejó de ser una esfera y se convirtió en un círculo. Una serpiente mordiéndose la cola, girando en el infinito. Reviviendo su último orgasmo hasta el final, volviendo una y otra vez sobre los momentos que congeló como insectos en ámbar. Por eso le torturaban los ecos, incluso siendo un fantasma. 

Entendió así la vida útil de los fantasmas. No se trataba de lamentos, cadenas y sábanas blancas, no... era algo mucho más aterrador: un color gris transparente era lo único que podía ver de sí mismo. Aunque no tenía voz, estaba hecho del mismo material que los ecos. Condenado a repetirse. Esa era la maldición del fantasma: estar preso en un bloque de hielo al exterior de la vida, pero aferrado a ella. Condenado una y mil veces. Condenado a la invisibilidad. A ver la vida en su forma auténtica. Como un círculo.