Tarántula
era un hombre fino y huesudo,
vestía
de negro su cuerpo menudo.
Tarántula
flotaba en suspiros del limbo,
de
niños perdidos y viejas con hipo.
Tarántula
reía con miles de dientes,
a
veces en su boca bailaban ardientes.
Tarántula
bebía licor de manzana,
saciaba
la sed en vasos de plata.
Tarántula
era ciego y con piel de rana,
olía
mujeres desde la ventana.
Tarántula
volvía tarde del trabajo,
subía
a su piso triste y derrotado.
Tarántula
dormía en su cama de hierro,
de
un modo u otro soñaba contento.
Tarántula
sentía nacer la mañana,
con
pies pesados dejaba la cama.
Tarántula
viajaba en un metro ordinario,
no
pagaba nada por ser imaginario.
Tarántula
escuchaba chirríar las vías,
su
ciudad flotante aguardaba cada día.
Sus
dedos eran largos como patas de araña.
Con
gran velocidad cada día tecleaba.
Tejía
historias en redes muy largas.
Nadie
lo sabía pero él las creaba.
Y
días tras día, la ciudad flotante esperaba.
Tarántula
tejía historias bonitas:
un
perro y un hada jugando a las damas,
visitas
de un corsario a la casa de un Lama,
la
historia de una vela que se enciende soplando,
el
romance entre soldados de distinto bando,
un
cuadro con vida donde baila el dios Baco,
historias
que siguen en cajones cerrados,
que
al fin y al cabo vuelan, violentas,
surcando
los espacios.
Una
niña miró a Tarántula en el metro.
Pareció
confundida, en cierto momento.
Al
cabo de un rato, soltó una carcajada.
Tarántula
miró, sin comprender apenas nada.
La
niña sonrió emocionada, y el buen Tarántula...
¡Oh!
Lo sintió en el alma.
No
había en él duda ni remordimiento.
¡La
ciudad! Vino el momento.
Ahora
Tarántula volvía a la vida:
su
patio de recreo, ciudad de arriba,
sentía
la historia fluír en sus manos,
llegaba
a su casa montado en el viento,
su
alma esperaba, sentada las nubes,
la
sintió allí y quiso gritar...
pero
no salió una sola palabra
¡se
parecía tanto a lo que solía soñar!
Sólo
miró un momento hacia abajo,
y
vió el regocijo que había creado:
historias
perfectas flotando en el aire,
algunas
incluso fluyendo en los ríos,
otras
de pronto bajando montañas,
algunas
vivían debajo de las rocas,
otras
se enredaban en los rayos de sol,
y
con las estrellas fugaces en la noche caían,
se
insertaban en los márgenes de páginas en blanco,
en
esquinas de pupitres de un verde sereno,
conservaban
su ritmo y su fino sentido.
El
hombre menudo lo había logrado,
insertó
su memoria en cada débil espacio,
creando
enredaderas de palabras y frases,
de
exclamaciones vivas y violentos tacos,
de
fría belleza y ardientes relatos.
Todas
sus historias brillaban en el tiempo,
bajaban
al mundo flotando despacio,
fue
su regalo a un planeta extraño,
había
creado un origen:
el
origen absoluto de todos los espacios.