Hace mucho tiempo, las
tripas del mundo confluyeron en un punto concreto de la Tierra. Se
hicieron un nudo, una masa de vísceras estelares enmarañadas, con
el hedor de la fantasía. No sé darte una coordenada exacta (este
humilde narrador es sólo una polilla), pero sí que podría decir
que fue en cierto fumadero de opio del East End londinense.
¿Que qué pasaba allí?
Tantas y tantas cosas... Conocí a un hombre que se arrastró allí a
morir. Lo había perdido todo en una serie de infortunios: juegos de
azar, incendios, decapitaciones accidentales de seres queridos,
mascotas con balazos, abandonos de toda clase. Recuerdo lo último
que hizo. Su cabeza ladeada hacia atrás, la boca abierta, aspirando
el olor de todo aquello, con los ojos inyectados en sangre que me
seguían mientras revoloteaba a su alrededor. Buscaba la excitación
que me produciría el ver su alma salir del cuerpo. Al final, solo
gimió y soltó la pipa que sostenía en la mano cuando se le
relajaron todos los músculos. Creí ver su esencia escapando por la
boca, pero no. Era humo, sucio humo. Las polillas entendemos de esas cosas.
Fue entonces cuando lo vi
todo. Las tripas del mundo habían llegado. Olí la carne. La carne
descompuesta, carne de gallina, carne de cañón, carne fresca de
humano desesperado. Todas las épocas y todas las tierras y todos los
senderos confluyeron allí. Confluyeron incluso los mitos, los más
perfectos y los más terribles, y el fumadero se extendió hasta el
tamaño de un colosal satélite de Júpiter (me aventuraría a decir
que Ganímedes). Monstruos de humo devoraban gángsters, Marilyn
bailaba con indios navajos, Bradbury, al que vi nacer y morir (lloré
en ambos momentos) estaba también allí, en forma de recién nacido,
en los brazos de una geisha.
Del fumadero solo quedaba
el humo y cierta sensación de rareza, y un olor intenso a azufre y
lavanda. Todo lo demás era nuevo: hombres esféricos, cartas de
póker, tiempos de verbos que no existen, laberintos infinitos de
cristal opaco que se empañaban con respiraciones de muñeca y
pulsaciones a cien por hora.
Pero las tripas del mundo
al final se desenroscaron y todo volvió a la normalidad. Ocurrió
todo en un parpadeo.
A veces un pequeño abrir
y cerrar de ojos justifica toda tu existencia. Aunque seas una
polilla.