Una noche, una honrada cucaracha se despertó convertida en hombre. Llena de insomnio y jaquecas, una vez acostumbrada al pelo y a los dientes y a la piel, salió de su casa, un agujero de alfiler en la pared de un fumadero de opio. Llovía mientras pestañeaban las farolas. Estaba lleno de miedo, pues un relámpago podría acabar con una simple cucaracha como él. Salió a buscar respuestas, mientras por el camino pensaba las preguntas.
Él era feliz siendo cucaracha. El tiempo era ligero y además podía perderse entre corrientes de aire. No quería ser como los humanos, que eran todo carne, metal y jaquecas. Buscó en la estación de metro abandonada, lejos del bullicio de la carne y la apatía. Decían, las voces de sus paredes, que allí habitaban hombres rata, metamorfosis fallidas como la suya, criaturas pálidas que anhelaban la luna y el color del cielo nocturno. Arropados en sábanas viejas y fumando sus propios cabellos, envueltos en fino papel que antes fue su piel, aconsejaron al hombre-cucaracha. Alcanzó a entender la mitad de las palabras del idioma de las ratas. Hablaban de un Insecto Líder.
El Insecto Líder, vicario del Ojo que Todo lo Ve, dominaba a sus sirvientes desde un mundo extracorpóreo. Podían acceder a él mediante viajes de ácido o a través de espejos en turbios locutorios. Ordenaba tareas incomprensibles para servir a su causa. Raptos de mujeres jóvenes, pedazos de vagabundos muertos, zumos pasados de fecha. Sólo el Ojo sabía sus propósitos. Y el Ojo era caos y terror. Cuando el Insecto Líder hablaba, lo hacía con tu propia voz de cuando eras niño. Pasado un tiempo, siempre acababas oyendo tus propios llantos de bebé, en la noche, en espiral, hasta que morías, infinitamente.
Los hombres rata temían al Insecto Líder y al Ojo, porque eran el yugo que ahorcaba a los invisibles y solitarios en el frío de la noche. Eran las columnas que sostenían la ciudad, estaban en la Puerta del Sol y en el Ángel Caído y en los neones grasientos de los puticlubs. Y el Insecto Líder era la voz del caos electrizante, pero tenía las respuestas. El hombre-cucaracha lo buscó tanto que los resortes del tiempo y las cosas no significaron nada para él. Los parpadeos de las personas eran guillotinas chirriantes, y en los aleteos de las palomas que se paseaban entre las terrazas, veía huracanes en Dinamarca.
El Insecto Líder al final lo miraba en los escaparates, guiñándole sus ojos de mosca. Lo miraba desde las bocas de las alcantarillas. Reflejaba su silueta en los semáforos, en colores malva. Respiraba y tragaba y escuchaba ácido. Y la ciudad era una pesadilla lluviosa. Llegó a perder la noción de su propia historia. ¿Era una cucaracha, un hombre, un diablo que siempre se equivocaba al escoger?
Encontraba la respuesta dolorosa a las preguntas que siempre acababa formulando: ¿Por qué yo?¿Por qué tú? ¿Por qué todo esto?
Mientras buscaba aprendió a caminar y a hablar y a fingir como un humano. Fingía que le importaba lo que los humanos fingían que les importaba. Caminó erguido y aprendió a mirar al infinito en el metro. Eligió su música de metro y su ropa adecuada al calor del metro. Y aún así seguía viendo al Insecto Líder entre los cables negros y sucios que veías cuando pasabas a toda velocidad. Visitaba sus lugares comunes y fingía empatía. Olvidó que buscaba lo imposible. Sólo recordaba que estaba buscando respuestas, curas contra su soledad, curas contra su desapego constante y progresivo de la realidad.
Pero siempre salía el insecto, fuera o dentro de sí mismo. Y poco a poco perdía su humanidad y su piel para volver al agujero en la pared del fumadero de opio. Donde no había multitudes ni mentiras. Se dejó su humanidad en la trastienda pensando que aquello no estaba hecho para él. Y afuera, la lluvia que cala los huesos, mata y resucita, mata y resucita...
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