Escribir patrañas difíciles de entender es una forma de evitar intrusiones en tu cabeza. Dejas las cosas caer, permites que asome un pedazo de lo que intentas decir, pero no todo, porque tienes la esperanza de que para saber lo demás vayan a preguntarte. Y tú les dirás que ni tú mismo lo sabes, aunque sea mentira. Dejas una libre interpretación como muestra de que hay algo que se les escapa, que no alcanzan a ver. Porque confías en que, aunque sea por un segundo, ella no te entienda, y que así el sentimiento sea mutuo.
Trato de agarrarme a eso e intentar ser ininteligible, lo intento con todas mis fuerzas, pero pierdo la partida. Sueño con un mundo sin tiempo. Sin tiempo que me cale los huesos, tiempo para pensar, aunque sea fugazmente (siempre suelen ser pequeños intervalos, aunque me veas en una espiral de llanto), en lo que se va por el sumidero. No soy yo lo que se va, ni es ninguna parte de mí. Estaba tranquilo en la ciudad, pensando que el frío terrible no me seguiría, que no me encontraría para romperme las entrañas. No pensar. Constantemente me lo decía: no pensar, no pensar, no pensar. Y así, no me torturaba ni me convertía en ningún mártir. Nunca tuve el peso del mundo sobre los hombros. Tenía un agujero negro en el cerebro que engullía cualquier parte negativa. Aunque durmiera cada noche en esa cama. Aunque las llamadas telefónicas no durasen ni un segundo. Aunque el poco contacto que quedaba fuesen espasmos de una cosa muerta.
Pero claro, llegas de la ciudad, deshaces la maleta, y es otro universo. ¿De qué sirve poder caminar en silencio? ¿De qué sirve volver a este lugar familiar? ¿Para qué volver a los lugares comunes donde he dejado alguna huella? La seguridad que da volver de la ciudad a este ambiente se convierte en opresión. Cuatro paredes de hormigón que van cerrando el paso contigo dentro. Por muy pequeño que sea el piso de allí, no hay comparación. Porque llego aquí y solo hay una especie de compasión. Aunque me sienta vivo, latente, y en todas partes, me acaba apagando. Te dejo rozarme, pero no te acostumbres, entiendo entre líneas. Sabes que no vas a llegar a nada... dice ella.
...pobre idiota, completo su frase, mentalmente. Y el agujero negro se lo lleva todo. Los muebles, la cama, los libros, todo empieza a flotar. Mi grito sordo, convertido en ruido blanco, lo hace estallar. Los muebles se descomponen en pequeñas astillas, los libros en cenizas que forman figuras ilusorias a mi alrededor. Quimeras y visiones extrañas. Y las llamadas telefónicas, el contacto perdido, el desinterés y los monosílabos. Porque un latido mío y un parpadeo tuyo a veces coinciden en la distancia y el tiempo perfectos, y una mariposa, que se encontraba a mitad del trayecto, se pliega sobre sí misma y se convierte en gota de lluvia. Dos corrientes de aire que matan cuando se chocan.
Noto que no me puedes ver, ni oír, ni hablar. O que no quieres. Es un error que pida más, aunque nunca lo haya pedido. Y me repites que debería distanciarme y dejar de devanarme los sesos. Porque me ves dependiente y servil, piensas que no quiero olvidarme y que lucho por volver a Dios-sabe-qué. Aunque sólo luche, en realidad, por estar en paz conmigo mismo. Por no romper ninguno de los hilos imperceptibles que nos mantienen cruzados. Cerraría ese agujero negro y crearía un equilibrio de recuerdos y sensaciones, y así nunca volvería la vista con miedo. Porque no soy un obstáculo triste ni un pobre idiota lleno de esperanzas de mierda. Simplemente, busco sólo un equilibrio, el equilibrio de buenas historias que le debo a alguien como tú.
Siento soltarte todo esto. Es sólo que un tipo más listo que yo dijo una vez que hiciera buen arte cuando estuviera jodido. No sé que puede haber de bueno en esta cosa, pero intento hacerlo lo mejor que puedo. Y lo intento todos los días.