El perro estaba allí, en la penumbra, buscando un punto flaco, un movimiento brusco, un fallo. Era un perro negro, grande, apenas se le veía. Sólo relucían sus fauces en la penumbra, sus fauces y sus ojos oscuros y ansiosos. La música sonaba a un volumen muy bajo, el perro no parecía percatarse de ella, pero a su vez le estorbaba, porque le hacía más difícil escuchar mi respiración. No podía moverme, el perro llevaba horas allí, babeando, mirando al infinito, gruñendo a veces, pero sin apartar nunca la mirada. Incluso el sudor tenía miedo de salir. Gotas de sudor frío habían recorrido mi espalda pocas horas atrás, pero ahora se resistían a aparecer, a brotar, por si de alguna forma el perro las veía en la oscuridad.
No sé cómo empezó. Sí que recuerdo los alaridos de las demás personas del hotel, y la certeza, aún si haber visto nada, de que todos están muertos. Demasiado silencio para los vivos. O quizás los que queden vivos estén todos en la misma situación que yo. Quizás haya cientos de perros plantados enfrente de cada habitación del hotel. Hombres de negocios, mujeres solitarias, pequeñas familias, todos en sus camas, quietos como estatuas, confiando en que la música les dé ventaja y maquille su respiración. En el momento en el que la música se apague, te oirán respirar, verán que hay algo vivo, y saltarán, te desgarrarán y no serás más que una mancha roja. Yo no debía ser el único, todos los demás estarían en mi situación. Y quizás solo hubiese un perro, el que está plantado en mi puerta, y ya les hubiese matado a todos. Buscaba manchas de sangre en su pelo, pero la oscuridad no me dejaba ver nada en absoluto.
Mis ojos se estaban acostumbrando a la penumbra, y distinguían su silueta, como un halo gris, recortado contra el fondo negro. Respiraba fuertemente, debía hacer frío allí, pues con cada resoplido expiraba humo de su nariz. Yo no notaba aquel frío, el mundo era ajeno a mí en ese instante. Sólo estábamos el perro y yo. Ese hotel de carretera, la ciudad, el país, todo el planeta finalmente, se habían desintegrado. Las estrellas, las galaxias, todo se había esfumado. Sólo el perro y yo, flotando en un espacio inerte y negro, un vacío nauseabundo.
Y entonces, un cortocircuito. La música se apagó. Debería haber oído más alaridos. Aquellos perros amigos del silencio deberían haberlos deshecho a todos. Pero no oí nada afuera. Fui consciente, al final, de mi propia respiración, por primera vez en horas. Me había olvidado de que respiraba. Y en aquella habitación oscura y triste, donde reinaban el silencio y el vacío, ajena al exterior donde ya debía de estar amaneciendo, el perro se movió.
Su silueta recortada avanzaba hacia mi cama y seguía respirando con fuerza, rugiendo y babeando, el sonido de sus patas se sumaba al de mi respiración. Estaba listo para mi muerte, dolorosa, terrible, y aún así liberadora. Lo vi llegar, cada vez con más claridad. No ocurrió nada. Era un simple caniche, pequeño y confundido.