Recordó, antes de morir, que sus labios sabían a ácido. Entonces un cielo verde le quebró los huesos. Pero no siempre estuvo muerto. Vio pasar ante sus ojos, antes de romperse como una rama, todos los aciertos de una vida. Cómo se devoraban sobre el sillón de terciopelo, mientras las agujas del reloj de pared, incandescentes, les decían que no había nada que temer, que tenían todo el tiempo. Cómo, en aquel concierto, los vientos de la noche le traían el olor del verano y la maría. Cómo, mientras la tormenta arrancaba las paredes, él debía saltar entre vías de tren. El cielo, verde y suave, lo acariciaba primero, para después destrozarlo contra la tierra.
Iba a subir a la azotea, de eso se acordaba. No, de hecho, subió a la azotea. Se preguntaba que era lo que le obligaba a trepar hasta allí. Quizás fueron los hombres de la Luna de aquella película de Méliès. Danzaban entre la gente de la Tierra, coloreados uno a uno, fotograma a fotograma. Él sentía que sus fotogramas estaban muy mal coloreados. Que a veces era de un color resplandeciente y vivo, pero otras veces era celuloide viejo y recuerdos en sepia. Miró sus manos y distinguió el movimiento de los fotogramas. Veinticuatro por segundo, puede que incluso más.
La gente, el tiempo, los lugares que había visitado... Todo eran máquinas, máquinas encubiertas. La gente que siempre lo había rodeado no eran más que proyectores. Lo imaginaban, pensaban que existía, y entonces podía verse proyectado en este mundo. Él pensó que no era nada más que una proyección. Y nada menos. La ciudad era un mapa de proyectores que lo traían al lugar y al momento. Y el tiempo... en el mapa del tiempo nunca sabía realmente dónde lo estaban proyectando.
Al ver que no era más que una proyección del mundo viviente, pensó que nada podía hacerle daño, y saltó de la azotea. El suelo se lo tragaría y aparecería en la otra punta del mundo, o bajaría al suelo flotando sin recibir dolor, o incluso podría salir volando y dejar atrás todas esas sensaciones ilusorias. Saltó.
Se precipitaba hacia el suelo a toda velocidad. Durante la caída comenzaba a darse cuenta de que todo era real. Antes de estrellarse contra el asfalto se dio cuenta, y todos sus fotogramas tomaron color. Desde aquella perspectiva, rompiendo el viento en dos, con la piel de gallina, consiguió darle sentido a la realidad. Aunque fuera a romperse inmediatamente después. ¿Era él, finalmente, una proyección del mundo, o era al revés? Era todo tan caótico que posiblemente la pregunta estuviera equivocada.
Pero antes de encontrarse con la Tierra, ocurrió algo. Flotó, durante una milésima de segundo. Y resultó que no se estaba lanzando al suelo: la Tierra, y el cielo, que se había vuelto verde y tranquilo como una pradera infinita, se empezaban a unir, como conspirando, para aplastarlo a él en el medio. Las leyes de la física y la lógica, durante milésimas de segundo, se esfumaron para darle un final digno al hombre de los fotogramas. El cielo y el asfalto lo quebraron y volvieron ambos a su lugar. Mientras yacía en el suelo, antes de apagarse, recordó el sabor ácido de los labios de ella.
Aunque nadie vio el extraño fenómeno de la muerte del hombre de los fotogramas, y sólo lo encontraron hecho pedazos sobre una acera, sí que verían pronto algo insólito, inexplicable, que perduraría hasta el fin del mundo: el cielo se había vuelto verde...
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