Día triste para la humanidad: esta mañana, las televisiones del metro, mudas y grasientas, anunciaban la muerte del mayor telépata de la Tierra. Una oleada de muertes de celebrities está asolando el mundo, caen como fichas de dominó viejas estrellas, un Sunset Boulevard casposo y derrotista. El telépata había estado años enfrentándose a enfermedades causadas por su propio don. A veces heredaba trastornos psicológicos de gente con la que se encontraba a diario en el autobús, o realizaba viajes psicodélicos a las mentes de niños autistas. Cuando las autoridades le acusaban de pederastia apenas podía tenerse en pie o distinguir realidad de multi-realidad. Las mentes eran divergentes y se superponían unas a otras, escuchaba pensamientos, sensaciones, o a veces sólo ruidos blancos o chillidos en las cabezas de gente aparentemente normal.
Las teles del metro mostraban imágenes de archivo de las autoridades entrando en el piso del telépata. Poco a poco el escándalo fue perdiendo voz, la opinión pública fijaba su cruel mirada en otras estrellas, quizás no con poderes, pero sí igual de sórdidas. De todas formas, no se econtraron pruebas concluyentes. Si fue el telépata quien instó subconscientemente a abandonar toda búsqueda a las autoridades es algo que nunca sabremos, pues hace escasas horas el pobre diablo se abría la puta cabeza al resbalar en la bañera.
La baja por depresión que me inventé me ha dado tiempo de evadirme de la oficina, aunque a veces sigue siendo divertido coger el metro para observar al vulgo. Establecí en estos últimos días un mapa conceptual en mi cabeza de todos los mendigos del metro. Una-ayuda-para-comer es sorprendentemente puntual todos los jueves, además de mantener un equilibrio admirable con el bastón en los endiablados vaivenes del metro, al igual que Piernasrotas, que es una mezcla de factores que funcionan muy bien: la mirada melancólica y hambrienta, el vaso de café con monedas que se repite día tras día, el mismo vaso de café Starbucks, las muletas que suenan como losas contra el suelo del subterráneo, sus piernas deshechas acabadas en esas sandalias raídas que hielan de frío sus extremidades deformes. Pero quien me conquista (aparte del vendedor de huesitos con su voz cortada) es el Hombre Quemado. ¡Qué rostro torturado, qué imponente resulta con tan pocas palabras! Su cara es la que todos tenemos bajo la máscara.
Después del metro, ocupo la tarde en el planeatrio. Una aurora boreal serpentea sobre nuestras cabezas. Un fenómeno de la naturaleza digitalizado y envasado al vacío, la Tierra como una proyección de ceros y unos. Y esos colores en el cielo nocturno de pega, se mueven siempre en las mismas direcciones. Como un bucle, aún no han sido capaces de crear secuencias de movimiento aleatorias e impredecibles para la aurora boreal. Pero aun así, a la gente le maravilla el fenómeno. Una anciana que estaba en la sala se orinó encima. Salí con la sospecha de que un hombre de negro sentado a su espalda animó a la señora a hacerlo. Dicen que la orina de las ancianas tiene propiedades curativas. Pero dicen también que es ácida como un diablo, muy pocos la soportan, tan agria y caliente.
Cuentan que un zar se casó con una mujer vieja para que le orinara sobre las venas abiertas de su brazo y así conseguir la inmortalidad. Historias de mentes divergentes, supongo. Pero estos ojos han visto historias escalofriantes. Un hombre se corta el frenillo del pene con la última página del Quijote. Un astronauta suelta en el espacio una cabra en formol y condena a la raza humana. Dos adolescentes se besan cuando sus dientes empiezan a enredarse y enmarañarse. Se los acaban arrancando y dejan el laberinto de dientes sobre la mesa del salón, se convirtieron en un matrimonio desdentado y feliz. Ella entró en depresión cuando fue a dar a luz y sólo salieron cucarachas. ¿Y si ellas eran sus hijos? ¿Y si ese era el plan? ¿Qué estaban destinadas a hacer esas cucarachas?
Porque la historia se repite. Las cucarachas estarán obligadas a sufrir siempre. Rara vez encuentran el amor verdadero. No saben llorar. Protegen un mundo que las teme y las odia. Dios, esto sí que deprime. ¿Elegiría mi subconsciente la falsa baja por depresión como una anticipación del futuro? Quién sabe si la esencia del telépata se ha extendido al abrírsele la cabeza. Dios, cuánto sufren las pobres cucarachas...
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