Había hecho tantas cosas terribles, y aún así seguía pareciendo medio humano. Con sus manos vendadas no podía bajar la persiana, pero ni quería molestarle a ella para que se levantase, ni quería dejar de ver el atardecer que transformaba los tejados, plagados de cables, parabólicas y ratas-mono en una portada de disco de indie barato. El sexo entre engendros era divertido, y además daba dinero, así que tenían la cámara a punto. Ella llevaba un antifaz, una suerte de máscara veneciana sobre un ojo y la zona plana y morada donde debía estar el otro. La goma le apretaba las sienes e interrumpía la cascada de pelo intermitente y grasiento. Los pechos tan caídos y, en fin, largos, se los había pasado por la espalda y anudado a la altura de la cintura, tapando sus ombligos.
Él la recogió cuidadosamente de la silla de ruedas, agarrándola por las piernas peludas de insecto y la joroba, y la dejó en la cama. Ella sonrió y le miró con su ojo tras el antifaz. Él llevaba la máscara de conejo raída y agujereada. Se la quitaría en mitad del acto, para lograr mayor impacto, para lograr la catarsis con su audiencia. Algunos pasarían directamente a ese momento. Pondrían la pausa y las líneas borrosas del VHS adornarían su rostro de niño surcado de venas azules. Ella le agarraba con cuidado su máscara de conejo, estaba debajo. Él estaba casi seguro de que se había enamorado.
Comenzaron. Como una masa líquida caída del Sol, como una criatura de Lovecraft, como un cachorro que, atropellado, conserva la cabeza intacta, la cabeza que te ve en la noche bajo tu cama y que guarda toda buena madre un día de boda, así se mezclaban ellos en la penumbra. El aire del atardecer primaveral acariciaba sus lenguas. Todo era perfecto para él, era su primera vez y la amaba. Joder, se había enamorado. Idiota deforme, pensaba, te has ido a enamorar de quien no debías. Ella relinchaba como un caballo y él emitía llantos de bebé. Su cabeza era la de un bebé. Ella, debajo de él, estaba empezando a segregar, y las plumas de las palmas de sus manos le hacían daño. Él amaba ese dolor, y a ella, hasta el fin del mundo. No debes, no debes, no debes, joder.
Ella le quitó la máscara. El soltaba las risitas que le gustaban al público. Con sus zarpas, ella empezó a arañarle la cara. Borbotones de sangre caían sobre el pecho de la chica, entre los pechos, sobre la marca de la operación del marcapasos. Esa era la señal. No quise enamorarme de ti. Cogió las tijeras. Te hubiese querido tanto. Las alzó en la penumbra. Quizás nuestros hijos hubiesen sido normales. Agujereó la parte donde debía estar el ojo derecho. Buenas noches. Apuñaló hasta ocho veces.
Él lloraba. Se supone que personaje no debía hacer eso. Se supone que debía aguantar media hora más después de la muerte. Piensa en tu madre para no acabar rápido, le dijeron. Putas ratas. Putas ratas codiciosas. Le habían dado el amor y se lo habían arrebatado. Y él lo había dejado correr. Recordó los versos:
y el tiburón tiene lágrimas
que le corren por la cara
pero el tiburón vive en el agua
y las lágrimas no se ven
Y recordó las palabras de su abuelo una vez le hacía vestirse después de meterlo en su cama: una araña puede tener síndrome de Down como si fuera un ser humano, pero es una puta araña y nadie se dará cuenta de ello nunca. Y ya había anochecido. No le importaba el dinero. No lo quería ya, había perdido el amor. Además, las ratas posiblemente le matarían de todas formas. Así que, de arriba a abajo, se rasgó el cuello. Sonó como seda, como la seda cuando se rompe, y brota la mariposa.
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